Lo peor de la corrupción española no es tanto su inmoralidad, que en eso es igual que todas, lo peor de la corrupción española es el mal gusto que exhiben sus protagonistas normalmente. Ahora son Ábalos y Koldo García, dos tipos que parecen sacados de una película de Torrente, pero antes fueron Medina y Luceño, más propios de una de Luis García Berlanga, y antes de ellos el Bigotes y compañía con sus puros y sus trajes a medida en la boda escurialense de Ana Aznar y antes Bárcenas con sus gemelos de oro y sus patillas de bandolero andaluz y antes los de los ERE de Sevilla gastándose el dinero de los planes de empleo en putas y en cocaína y antes el inefable Roldán con sus orgías en calzoncillos de flores a costa de las comisiones de la construcción de cuarteles para la Guardia Civil y antes y después de ellos los mil y un sinvergüenzas que este país ha dado a la historia de la corrupción mundial, una lacra que va unida a nuestra condición humana por más que muchos quisiéramos que no fuera así.
Un repaso a los más conocidos corruptos españoles lleva por ello a una consternación mayor que la de su inmoralidad, pues la inoportunidad y el mal gusto con los que se manifiesta hacen que nos avergoncemos todavía más de ser compatriotas de los corruptos. Al menos en otros países visten mejor y son menos zafios salvo excepciones, aunque sean igual de sinvergüenzas.
De la inoportunidad de la corrupción española y su absoluta falta de escrúpulos son ejemplos que se haya llevado a cabo aprovechando momentos de crisis como la de la pandemia o situaciones de precariedad de instituciones o de personas a las que precisamente los corruptos deberían proteger y defender, como los guardias civiles a los que, mientras se jugaban la vida en el País Vasco, su jefe robaba a manos llenas o los desempleados andaluces a los que se les esquilmaba el dinero de su formación para gastarlo en barras americanas y restaurantes de lujo. Hasta al Papa lo utilizaron en Valencia para cobrar comisiones unos indeseables que además presumían de ser muy católicos.
De Madrid ya ni hablamos porque hasta del agua de los madrileños las cobró uno de sus presidentes (sus dos antecesoras hubieron de irse también por su “transparencia”) como en Cataluña pasó con el suyo histórico, que heredó de repente una fortuna en Suiza mientras sus seguidores, castigados por la crisis económica mundial como todos, acusaban a España de robarles.
Del mal gusto de los corruptos dan fe las imágenes, así que no me esforzaré en poner ejemplos más allá de señalar que, en casi todos los casos, el aspecto los delataba ya sin saber qué hacían, pues hay una correspondencia entre él y su catadura moral. Si la cara es el espejo del alma como parece, a la mayoría bastaba con mirarlos para saber que algo escondían y, si eso no era suficiente, su forma de vivir y de actuar debería haber bastado a sus superiores para sospechar de ellos. Por eso, que ahora se rasguen las vestiduras unos y otros, de un partido y del de enfrente, según a cuál pertenezca el corrupto, hay que tomarlo como una broma; de mal gusto, pero una broma.
Desde que el mundo es mundo la corrupción existe y va a seguir existiendo, pues la ambición humana es inagotable, y no es privativa de ningún partido o sector de la sociedad. Lo único que cabe esperar, por ello, es, aparte de que se combata, que los corruptos muestren mejores maneras y no nos hagan pasar más vergüenza ajena de la que ya nos produce su comportamiento.