Los ritos, protocolos y costumbres en torno a la muerte cambian con el paso de los tiempos. La última moda, llegada de Gran Bretaña, Estados Unidos, Corea y Japón, son los funerales en vida, algo que parece una antítesis.
El caso es que hay personas que se pirran por recibir, antes de partir, los elogios, alabanzas y lisonjas de sus familiares, amigos y compañeros. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, dice el refrán. Algunos no quieren perderse ese homenaje al que los difuntos nunca pueden ser invitados.
Hay gente sedienta de los «me gusta»; de los apoyos en las redes sociales; de los aplausos y vítores. Si son políticos, buscan, las 24 horas al día, el voto de los electores (que se lo digan a Feijóo o a Sánchez). A todos nos agradan los comentarios positivos sobre nuestro trabajo, carácter, presencia física o ideología.
Por el contrario, odiamos las críticas negativas, aunque tengan su justa base.
Nos es extraño así que alguien quiera alimentar su autoestima con un poco de jabón, aunque hasta ahora era a título póstumo.
Las ceremonias las organizan, a la perfección, empresas de eventos y funerarias. Las hay de todos los tipos y precios. Las exequias clásicas las pagan los herederos. Las nuevas deben correr a cargo del interesado o de su círculo íntimo.
Algunos de los protagonistas son enfermos terminales que quieren darse un último capricho o partir con el buen gusto en la boca de las loas.
En Japón hace años que se implantaron los «seizenso», «funerales mientras estás vivo». Sus objetivos son triples: ayudar a obtener una nueva perspectiva de la vida; enfrentarse a la inevitabilidad de la muerte; y permitir a los enfermos desahuciados despedirse de su entorno.
El estrés, el egoísmo, la timidez y las dificultades de comunicación nos impiden, a menudo, expresar lo mucho que queremos a nuestros seres más próximos. Cuando faltan, nos damos cuenta de que pocas veces les dijimos cosas bonitas. Las exequias en vida permiten enmendar a tiempo estos descuidos sentimentales.
En los países de tradición católica uno de los ritos principales relacionados con la muerte es la misa. Hace ya tiempo que la mayoría de estas eucaristías no son de cuerpo presente. La presencia del féretro en la iglesia ha quedado reservada para grandes personajes o víctimas de sucesos violentos. Lo habitual es separar velatorio, entierro y funeral. En algunas pequeñas localidades, no obstante, se sigue exhibiendo el ataúd en las parroquias, antes de su traslado al cementerio.
La finalidad también es triple: despedir a los seres queridos, encomendarlos a Dios y ofrecer consuelo a los deudos. Como la mayoría de las personas ya no son creyentes (mucho menos practicantes) las oraciones por los difuntos son una pantomima. Los parientes sí que aprovechan el acto como gesto de adiós. A muchos de los asistentes la misa les parece un tostón: solo les preocupa que acabe pronto y poder dar el pésame sin hacer mucha cola. Además, es más fácil acercarse a hablar con los deudos y dar las condolencias en un tanatorio que en un templo.
Cada vez hay menos bautizos y bodas por el rito católico. De momento, las exequias fúnebres siguen organizándose, aunque hay antiguos sacramentados que en vida manifiestan su ardiente deseo de no tener funerales.