Este lunes, el alcalde de Sevilla, José Luis Sanz, anunció su intención de cobrar entrada a los visitantes de la Plaza de España. Sanz quiere que este monumental espacio de la capital andaluza llegue «en perfectas condiciones para ser la gran estrella» de la conmemoración del centenario de la Exposición Iberoamericana de 1929 para la que fue construida. Y la manera de adecentarlo es cobrar una módica tarifa de unos tres o cuatro euros a los turistas. «Desgraciadamente», ha explicado el alcalde, la plaza carece de vigilancia, sufre actos vandálicos cotidianamente y su mantenimiento «no se puede sufragar sólo con el IBI de los sevillanos». Por eso Sanz ha llamado a las administraciones interesadas a firmar un convenio conjunto para regular el acceso.
El anuncio ha motivado una cascada de reacciones en contra. La vicepresidenta primera del Gobierno y a la sazón sevillana, María Jesús Montero, encabezaba la réplica socialista. “Privatizar el espacio público no puede ser la respuesta para el cuidado y preservación” de “una joya cultural que pertenece a todos y a todas» y, «desde luego, el Ministerio de Hacienda no se va a prestar a ello», proclamaba con contundencia vía tuit. Poco antes, el delegado del Gobierno en Andalucía, Pedro Fernández, acusaba al Ayuntamiento de Sevilla de «deslealtad absoluta». El debate en torno a una propuesta política derivó así en pocos minutos, de nuevo, en objeto de demagogia y escaramuza partidista entre PSOE y PP.
Cobrar, privatizar y explotar
Lo cierto es que cobrar por el acceso a un monumento, museo o bien cultural –que es lo que es la Plaza de España de Sevilla– no es lo mismo que privatizarlo. Cuando en 1994 el Gobierno socialista de Felipe González decidió fijar una entrada de 400 pesetas para visitar el Museo del Prado y el resto de museos estatales, de acceso libre desde que en 1983 el ministro de Cultura Javier Solana decretara su gratuidad, a nadie se le ocurrió sugerir que la pinacoteca se estuviera privatizando. Aquella decisión, por cierto, vino forzada por la Unión Europea: la legislación comunitaria no permite limitar el uso y disfrute de un bien o servicio en función de la nacionalidad del usuario.
Más allá de la confusión de conceptos (sorprendente tratándose de una ministra de Hacienda), la idea de privatización del espacio público ha cundido en los últimos años para describir el uso mercantil que hacen del mismo la mayoría de ayuntamientos de las grandes ciudades españolas. Es cada vez más habitual que aquellas calles y plazas más amplias y despejadas se alquilen para la realización de actividades privadas y comerciales. Esto ha favorecido, incluso, la creación de grandes plazas duras, sin árboles ni otros elementos que puedan entorpecer la celebración de mercadillos, conciertos y demás eventos.
Por sus características, la Plaza de España de Sevilla viene prestándose a este tipo de acontecimientos que suponen una privatización temporal del espacio público. Es el caso del festival Icónica de música o de eventos extraordinarios como el desfile de Dior celebrado allí en junio de 2022; ambos fueron aprobados por el anterior alcalde, el socialista Antonio Muñoz.
Barcelona ‘privatizada’
De aprobarse la medida anunciada por el alcalde Sanz, la Plaza de España de Sevilla no será el único espacio monumental público en nuestro país cuyo disfrute queda condicionado al pago de una entrada. Un ejemplo reciente es el Parque Güell de Barcelona. De acceso libre hasta octubre de 2013, el ayuntamiento de la Ciudad Condal decidió establecer una tarifa de ocho euros –hoy son diez– para acceder a la denominada zona monumental del parque, que desde entonces se ha ido ampliando. El objetivo era reducir la presión del turismo sobre este bien, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, y conseguir recursos para su mantenimiento. Los vecinos de los barrios colindantes pueden acceder gratuitamente, y también los del resto de Barcelona siempre que se den de alta en el programa municipal Gaudir Més y soliciten una entrada con antelación. Una fórmula similar a la que plantea el alcalde de Sevilla.
Pero si hay, sin salir de Barcelona, un espacio homologable al inmenso complejo semicircular adyacente al sevillano Parque de María Luisa, ese es el llamado Poble Espanyol o Pueblo Español de Montjuic. Este interesante pastiche que recopila los elementos más emblemáticos de la arquitectura popular española en forma de pueblo ideal fue la principal atracción de la Exposición Internacional de Barcelona, celebrada también en 1929 y complementaria de la Iberoamericana de Sevilla. Sus artífices visitaron más de 1.600 localidades españolas para recoger estilos y tipologías que llevar a una instalación que, como la Plaza de España de Sevilla, se pensaba que sería efímera pero que finalmente terminó siendo permanente.
La decisión de Pasqual Maragall
El Pueblo Español atravesó numerosas vicisitudes tras la Exposición del 29. Durante la Guerra Civil fue un centro de internamiento para presos políticos. Tras la contienda, el complejo amenazaba ruina cuando el ayuntamiento franquista decidió instalar allí el Museo de Industrias y Artes Populares. Pero su ubicación excéntrica respecto a la ciudad comprometió su viabilidad, y esta pintoresca escenografía fue un quebradero constante para las arcas municipales.
Por ello, en 1986, el mismo año que Barcelona fue designada ciudad olímpica, su alcalde, el socialista Pasqual Maragall, decidió buscar una solución para el singular complejo situado en las faldas de la que sería montaña sagrada de Barcelona 92. Se trataba de que el Pueblo Español recuperara su viejo esplendor y se convirtiera en un centro cultural, comercial y de ocio. Y la manera de conseguirlo no fue otra que privatizar su gestión. Un grupo de empresarios encabezados por el hotelero Clemente Guitart se hizo cargo del recinto en régimen de concesión administrativa por treinta años e invirtió cuantiosas sumas para restaurar los más de 100 edificios del conjunto. En vísperas de los Juegos, cerca de un millón de personas visitaban anualmente el Pueblo Español gracias a reclamos como el Tablao de Carmen, todavía existente. Pero el consorcio nunca tuvo beneficios y en 1996 entró en suspensión de pagos.
Y la prórroga de Ernest Maragall
Otro grupo de empresarios encabezado entonces por el financiero Joaquín Frigola Ruiz de Porras se hizo con el control de la sociedad Poble Espanyol de Montjuïc, que en 2003 obtuvo una prórroga de la concesión hasta 2036 de la mano del entonces concejal socialista de Presidencia y Hacienda del Ayuntamiento de Barcelona Ernest Maragall –hermano del anterior alcalde y con los años candidato independentista a la alcaldía por ERC–.
Hoy, tras el fallecimiento de Frigola en 2017, el Pueblo Español está controlado por Jorge Campins Figueras, esposo de Elena Daurella de Aguilera, hija del empresario Francisco Daurella y prima hermana de Sol Daurella, presidenta de la gran embotelladora de Coca-Cola para buena parte de Europa, Australia y el Pacífico. Desde 2001, el recinto alberga la Fundación Fran Daurel de arte contemporáneo, producto del afán coleccionista del patriarca propietario de la concesión del popular refresco en España.
El Pueblo Español funciona como recinto para festivales de música y otros eventos, además de como punto de encuentro de la afición del Barça mientras el equipo juegue en el cercano Estadio Olímpico por las obras del Camp Nou. Es además uno más de los muchos atractivos turísticos de Barcelona y cuenta con tiendas, talleres de artesanía y oferta gastronómica. La entrada en taquilla no cuesta tres, ni cuatro ni diez, sino 15 euros.
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