Tengo seis huevos a punto de caducar en la nevera. Esto es lo que me viene a la cabeza al despertarme, mientras por la radio informan del número de civiles asesinados ayer en las guerras de aquí y de allá. Como hago a diario la compra, trato de imaginarme el bombardeo de un mercado. Veo a la gente con sus carritos, con sus bolsas, yendo de un puesto a otro mientras hacen cuentas de lo que necesitan y de lo que se pueden llevar. Suele haber un decalaje entre lo necesario y lo posible. De súbito, se escucha una explosión que nos deja sordos, sin tímpanos, no oímos nada, ni siquiera el ruido del techo al derrumbarse sobre nuestras cabezas. Los corderos que colgaban del puesto de la carne arden extrañamente. Nos llega un olor a barbacoa loca. Algo húmedo desciende por mi rostro. Compruebo, al llevarme la mano, que es sangre procedente del oído. El humo se levanta como una sábana bajo la que comienzan a aparecer los cadáveres.
Procuro ser realista en mis reconstrucciones, pero enseguida, y a pesar del esfuerzo, me vuelven los seis huevos a punto de caducar que tengo en la nevera. Podría hervir tres antes de que se pasen de fecha y dejarlos para las ensaladas. Con el resto, no sé, haría una tortilla para hoy, quizá un revuelto de espárragos. Tengo un bote de espárragos también a punto de caducar. Me produce una desazón sin límites esta preocupación por las cuestiones domésticas teniendo a no sé muertos y no sé cuántos tímpanos rotos en un mercado de Ucrania, por ejemplo, donde quizá había, como en el mío, un puesto de costura en el que adaptaban la ropa vieja a las nuevas hechuras. Imagino ardiendo al maniquí de cartón piedra, una reliquia que la dueña del puesto compró en un rastrillo, porque le hizo mucha gracia. El niño lleva a la espalda una mochila de colegial que arde con las llamas en forma de alas. Se elevará de un momento a otro, como un ángel de fuego.
Pero los huevos, los espárragos… En realidad, las noticias no deberían permitir que me levantara de la cama. Debería estar tan deprimido que los huevos a punto de caducar me importaran un pimiento. O un rábano, no sé. Esto es lo que me deprime: que al final venzan las cuestiones de orden práctico porque, en el fondo, tenemos que hacer un esfuerzo para compadecernos de los otros.