Resulta frustrante y a la vez enigmático que los presuntos manejos para rebañar al máximo las arcas públicas con la venta de mascarillas no alcance, en medios políticos, la categoría de corrupción, o que no se verbalice como tal. La idea bandera es que los estraperlistas detectados ponían los márgenes de beneficios que consideraban, y que el Estado o la autonomía de turno compraba a la desesperada. La coyuntura de emergencia rebajaba los controles de cualquier contrato público, también la más básica: esmerar la vigilancia de los pagos para evitar la arbitrariedad y unos beneficios contrarios a un equilibrado funcionamiento de la administración. A la vista está que estos requisitos no se cumplieron o se banalizaron, y que los oportunistas corruptos (no solo negociantes) utilizaron el relajamiento para introducir (a veces fallido) su género. Lo sucedido en pandemia demuestra, de todas todas, el grado de corrupción al que nos veríamos abocados sí en este país no existiesen los debidos cortafuegos para cerrar contratos con las administraciones.