Como he recordado más de una vez, la vida de Federico García Lorca fue un sueño de contrarios hermosamente conciliables: pasión y desengaño, soledad y multitud, infancia y destino, placer y miedo, angustia y libertad, gracia y profecía, tradición y vanguardia, catolicismo y mitología, pueblo y categoría, vida y muerte, mito y realidad…; y en medio de todo: mucho misterio, mucho duende, mucha duda por resolver. Una de ellas fue, con escaso margen de error, su deliciosa y enigmática relación con Emilia Llanos Medina, apenas un año más joven que el poeta y vinculada a la vida de éste desde bien temprano, sobre todo en el ámbito intelectual y afectivo de las primeras décadas de aquella Granada de jóvenes intelectuales que frecuentaban la tertulia de El Rinconcillo. Desde el primer momento, Emilia destacó por sus inquietudes artísticas, por su amor a la lectura (en especial por el dramaturgo belga Maurice Maeterlinck), por su amistad con Manuel de Falla, con Ismael González de la Serna, y por su trato exquisito con personalidades del momento como Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí.
La sarta de elogios vertidos sobre ella, sobre Emilia Llanos, junto a su delicada salud, serían meras e irrelevantes anécdotas de no quedar eclipsadas por la leyenda creada entre ella y el autor de Romancero gitano; una leyenda que alberga el sueño y la posibilidad de que entre ambos hubo algo más que una amistad magnética e inquebrantable. Es justo sobre esa duda, ese ensueño, esa dulce posibilidad, sobre la que el ruteño José Jurado construye y dirige la dramaturgia de La fuente de las lágrimas, una obra en tres actos que va de la tragedia a la comedia y de la emoción al duelo.
El incalificable asesinato de García Lorca (en el lugar conocido como La Fuente de las Lágrimas) ha dado para mucho: novelas, ensayos, cine, poemas, teatro… Durante 88 largos años, la trágica muerte del poeta ha adquirido tintes de fatalidad y se ha llegado a convertir en un desenlace propio de tragedia clásica cuyo protagonista, el propio Federico, se considera ya un mártir de la sinrazón vivida en España durante la Guerra Civil y en una víctima más del cainismo y de la intolerancia. Quizá por eso, se agradece de manea muy especial que un día como hoy, 21 de febrero, se estrene en el Aula de Cultura de la Fundación Mediterráneo -donde a tantos alicantinos nos han crecido los dientes como espectadores- una pieza dramática dedicada a algo tan singular y sensible como la figura de Emilia Llanos y el amor en estado puro, un amor que sobrepasa y sobrevuela lo meramente carnal y que invita al publico a dejarse querer por una historia tan envolvente e intensa como queramos sentir.
Los culpables de esa puesta en escena que les invito a experimentar esta tarde a las 20:00 horas son los componentes del Teatro de las Naciones, un grupo adorable de actrices y actor a quienes sostiene el amor al teatro: solo y nada más que eso. Cuando acabe la obra, cada uno de ustedes se llevará bajo la piel la voz de María Ibáñez, la contagiosa energía de Bienve Niñoles y Fini Murcia, la gracia natural de Jesús Caninos, la profesionalidad siempre admirable de Loreto Alemañ, la desenvoltura y el humor -¡cómo cautiva al público esta chica!- de Mª Ángeles Vaíllo y, sobre todo, la elegancia, la ternura y la actuación de Concha Vacas en el papel de Emilia Llanos.
Háganme caso: el teatro está ahí para recordarnos que la vida es algo más que un transcurso invariable de minutos. El teatro es vida y es duelo y es magia y es misterio; sobre todo misterio. Como decía Federico: «Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo». Entren, pasen y vean. La fuente de las lágrimas está a punto de abrir el telón.