Todas las elecciones territoriales que median entre las sucesivas elecciones generales representan, en los países compuestos como España o Alemania, un anclaje con la realidad volátil que manejan los diversos actores. Y aunque, evidentemente, los electores votan en relación con lo que se les pregunta, sería absurdo negar que cada consulta es piedra de toque de una realidad más general, y ha de ser por tanto leída en clave estatal. En el caso de Galicia, los resultados del domingo indican, entre otras cosas, que Feijóo ha revalidado claramente su liderazgo al frente del PP, que la amnistía –jaleada por unos y por otros en la campaña- no les importa demasiado a los gallegos, que la fractura de la izquierda en al menos tres organizaciones estatales (además de los partidos nacionalistas de ese signo) es letal para el progresismo, que el PSOE a la baja está en una posición difícil que podría llegar a ser insostenible si no es capaz de ordenar su gobernanza, que Sumar no ha cuajado y que apenas alcanza la enjuta envergadura que ya mostraba IU antes del estallido populista de Podemos, que Vox no es invencible y que puede ser reducido de nuevo a la condición extraparlamentaria si la derecha se moviliza en esta dirección…
En Galicia, el PP ha sabido representar históricamente, desde el aterrizaje de Fraga, un regionalismo conservador muy vinculado a la identidad peculiar de un territorio cuyo ámbito rural es al menos tan significativo como el urbano. Fraga «galleguizó» el PP no solo en el terreno banal del folklore sino en el más sustancial de la lengua y la cultura popular, y construyó lazos que, a lo que parece, no se han debilitado. Es muy significativo que la sustitución de Feijóo, un político de larga trayectoria que ya tenía en su haber victorias con mayoría absoluta, por su segundo hombre, desconocido completamente en el resto del Estado, no haya reducido significativamente el apoyo social al partido.
Pero constatado lo anterior, lo más sustancial de lo ocurrido es que Feijóo acaba de superar una reválida decisiva que lo afirma en el liderazgo de Génova, elimina cualquier tentación interna de competir con él y hasta cierto punto convalida su praxis de cruda agresividad en su función opositora. Si Feijóo ha llegado a dudar de la legitimidad del «gobierno Frankenstein», ha utilizado palabras gruesas para describir los pactos de Sánchez con las minorías, y ha intentado conseguir el apoyo de las instituciones europeas y de un sector del poder judicial español para el logro de sus fines, a partir de ahora cabe esperar que esta estrategia se endurezca todavía más.
Por otra parte, y con las elecciones europeas a la vista (elecciones que suelen perder los partidos en el gobierno), es claro que, aunque la composición de la cámara gallega no influya como es lógico en la gobernación del Estado, la posición del gobierno quedaría muy debilitada en las actuales circunstancias si no lograse sacar adelante la amnistía ni aprobar los Presupuestos Generales del Estado, que dan vida al ejercicio en curso. Ambas cuestiones dependen de Junts, y precisamente acaba de verse en la campaña gallega que no solo el PSOE requiere de amores al nacionalismo catalán conservador: también el PP está dispuesto a entrar en la subasta.
El PSOE ha sufrido un inocultable revolcón, del que se ha beneficiado casi milimétricamente el Bloque Nacionalista Gallego de Ana Pontón, la mejor candidata. Pero en otra escala, es muy grave lo sucedido con Sumar en la patria chica de la lideresa Yolanda Díaz. A pesar de una campaña considerablemente activa, su formación ha obtenido apenas 28.000 votos, el 1,90% de los votos emitidos, por debajo incluso de Vox, con el 2,2%. Aunque peor ha sido lo de Podemos, que ha tenido que conformarse con 3.900 votos, el 0,26%. Quizá convenga recordar aquel axioma tan edificante que afirma que en política se puede hacer todo menos el ridículo. Y las formaciones situadas teóricamente a la izquierda de los socialistas están en esta situación.
Dicho lo cual, cabría esperar que tras el aldabonazo solemne todos los actores concernidos recobraran el sentido común para ajustar sus deseos a las realidades. Pero nada está garantizado en este ambiente político que parece tan desorientado como la desconcertante climatología.