Alberto Núñez Feijóo y Alfonso Rueda, el pasado viernes en el cierre de la campaña electoral. / EFE

En un país donde la estabilidad política se ha vuelto imposible (desde 2015 se han celebrado en España 19 procesos electorales, entre legislativas, autonómicas y municipales), Galicia acude hoy a las urnas. Y lo hace en medio de una gran incertidumbre respecto a los resultados, lo que también desde 2015 se ha convertido en una constante. La dinámica de bloques instalada en la política española ha provocado una intensa polarización, pero también ha hecho que, a despecho de encuestas, cada comicio esté abierto a la sorpresa. Cuando la primacía no se decide entre dos grandes partidos, sino entre dos grandes bloques, las posibilidades de cambio se multiplican. El momento de efervescencia de los nacionalismos periféricos, de un lado, y el renacido nacionalismo español, del otro, no ha hecho sino solidificar esa división en bloques, que ya no se mueven solo en el eje tradicional derecha e izquierda (Junts y el PNV forman parte de la mayoría que mantiene a Pedro Sánchez en La Moncloa), pero tampoco se definen por el enfrentamiento entre los de arriba y los de abajo, como pregonaba el extinto Pablo Iglesias. Todo es mucho más complejo. En todo caso, ya no se trata nunca en unas elecciones de ganar a la opción rival, sino de impedir a toda costa que ésta gobierne. Parece lo mismo, pero no lo es.