Escandalera en las redes por los precios de las entradas de Pearl Jam (en Barcelona) y AC/DC (en Sevilla), con cifras que trepan por encima de los cien euros para las localidades más alejadas. Llueve sobre mojado y me remito a la polvareda que levantó la última gira de Bruce Springsteen, que después de todo, se saldó con un hermoso rosario de ‘sold outs’ en cuestión de horas. Sin novedad en el frente.
Es un hecho que los precios han sufrido alzas agudas, pero no está de más tratar de entender las razones. Hay, primero, un encarecimiento de las producciones, con detalles muy específicos (y prosaicos), como es el alquiler de los escenarios. Las tarimas, mondas y lirondas, fabricadas por empresas desbordadas por la multiplicación de las giras de estadios tras la pandemia. “Hay más demanda de escenarios que escenarios”, me cuenta un avezado promotor. Los precios de estos montajes básicos representan varios cientos de miles de euros por concierto. Repito: la tarima sin más, excluyendo el atrezo de producción.
En el caso de AC/DC hay otra clave. Esta banda ‘senior’ (Brian Johnson va por los 76) impone ahora tres noches de descanso entre concierto y concierto, cuando en otras giras las pausas eran de una o dos fechas. Los 24 ‘shows’ de este ‘Power up tour’ se despliegan en tres meses de gira, y no uno y medio, ni dos. Este factor provoca por sí solo un encarecimiento drástico del operativo. ¿Y los ‘gastos de gestión’, ese plus que engorda más el monto final? Bien, detrás hay un hardware carísimo de mantener y actualizar. La alternativa sería volver a las noches en vela en la calle de los años 90 (y multiplicadas). ¿Cómo se gestiona una cola de 120.000 personas, como la registrada el pasado viernes con AC/DC, que duplicaba el aforo de La Cartuja?
Hemos llegado a pensar que estos episodios podían causar crisis de reputación de los artistas, sobre todo los que cultivan una imagen de tipos cercanos y sensibles (Pearl Jam se enfrentó a Ticketmaster hace 30 años), pero la realidad es que, más allá de un núcleo duro de fans históricos que pueda llegar a plantarse, las protestas no tienen consecuencias. Los estadios se llenan, y más que nunca. Y no solo de ricos, porque no hay tantos. Después de todo, ¿qué queremos? ¿Nos encanta el rock como gran circo romano? Si realmente tanto nos indigna la dimensión industrial que ha cobrado, démosle la espalda y volvamos a los clubs, que siguen ahí, capeando las dificultades. Pero me temo que ese no es el camino que el mundo ha decidido seguir.