En mi primer verano de au pair en Inglaterra tuve que hacer una paella. Por lo visto me comprometí a ello en una de mis visitas iniciales al pub del pueblo con el jefe, cuando sus amigos me rodeaban y me hablaban muy simpáticos, y yo no entendía ni media palabra y contestaba a todo que sí sonriendo. Así que aunque mi experiencia culinaria se resumía en huevos y tortillas, se puso fecha y hora al acontecimiento en la barbacoa del patio trasero. Un español que regentaba un bed and breakfast cercano nos prestó la paella (sartén) y por teléfono mi madre me dictó la receta brevemente para que no durase la carísima llamada que en el siglo pasado se llamaba “conferencia”. Encontrar los ingredientes resultó una aventura, con mis anfitriones trayéndome todo tipo de pescado empanado y calamares a la romana congelados que yo les devolvía agobiada. Al final conseguimos lo básico (sin gambas ni mejillones) y nos pusimos manos a la obra llegado el día, con medio vecindario hambriento coreando ¡paela, paela! Primer paso: pones un buen chorro de aceite de oliva y… Me habían dicho que disponían de tal producto, aunque en casi dos meses de niñera en la casa nunca lo había visto, sólo mantequilla y una botella de girasol, pues las ensaladas se componían con botes de aliño y mayonesa, o se comían a palo seco. Cuando se lo pedí me miraron con cierta aprensión y se dirigieron al salón. De una vitrina junto al mueble bar extrajeron una botellita como de Chanel número 5 que tenía dos dedos de líquido verdoso y me lo dieron en ofrenda. No tenía ni para empezar. Puse un poquito y vi desaparecer el frasco de nuevo hacia su altar. Hice la paella con aceite de girasol, salió horrible y se chuparon los dedos. Un fiestón, con abundantes brindis sucediéndose en mi honor y la promesa de una vacaciones españolas para repetir arroz, no quiero saber lo que debieron pensar al comparar con uno de verdad. Cuando volví a casa y mi madre me vio me dijo consternada: “Hija, pero qué te ha pasado. Parece que te han hinchado con una bomba de bicicleta”. Al contarle mi dieta a base de tostadas con mantequilla y precocinados, así como la anécdota del frasquito de perfume con aceite de oliva, la jienense acostumbrada a trasegar garrafas de cinco litros de aromático oro amarillo por nuestra cocina se compadeció: “Pobre gente”.
Plantada en el supermercado delante de los lineales de aceite de oliva a 14,20 euros el litro me he acordado de la paella inglesa y me ha parecido escuchar a mi progenitora traducir como solía: “Qué barbaridad, más de 2.000 pesetas una simple botella de aceite. Nos han timado bien los europeos”. Las marcas blancas están a 10 euros, por debajo no hay prácticamente nada. Te vas a comprar aceite como quien pone gasolina, con esa sensación de derrota y de agujero en el presupuesto doméstico para la cesta de la compra: ya no me bastan cincuenta, ya no me bastan 100, ni 120 a la semana. Me veo a mí misma escatimando el sagrado óleo, quién sabe si acabaré con un botecito de cristal tallado en el armario de las especias como mis jefes ingleses. Me buscaré uno con pulverizador, que así parece que cunde más. Va a ser un milagro que podamos aguantar esta escalada, sépanlo quienes nos abroncan por no comer sano. La dieta mediterránea tiene un precio que no sé hasta cuándo podremos pagar, pobre gente, pobres de nosotros.