George Saunders (Amarillo, Texas, 1958) ya no vive aislado en la comunidad budista de Santa Cruz donde a base de meditación y de escritura consiguió, dice, refrenar su agitación interna. Es, sin discusión, el mejor escritor de relatos norteamericano y la producción de sus libros se muestra tan escasa como preciada. Hace una década publicó el perfecto ‘Diez de diciembre’ y entre aquel y el actual, ‘El día de la liberación’ (Seix Barral/ 1984), su única novela, ‘Lincoln en el Bardo’, que obtuvo el Booker. Desde Santa Mónica, en California, donde se instaló tras la pandemia porque necesitaba algo más de contacto humano, habla de esta colección de relatos, una divertida autopsia, valga la contradicción, de cómo nos hemos dejado controlar como ciudadanos por un poder hipertecnificado.
Salir cada día a pasear a su perro y tener más contacto con la gente, ¿ha cambiado su estilo de escritura?
Mi escritura es como un enorme crucero, necesita años para cambiar de dirección. Lo que sí siento es que tengo las pilas cargadas y mucha inspiración. Ahora me relaciono con un montón de gente creativa y eso me enriquece. Por el contrario, estoy engordando, lo que no es muy bueno.
¿Cómo se siente cargando con el título de maestro del relato? ¿Qué puede hacer el cuento que no consiga la novela?
Para mí el relato tiene una urgencia. Podríamos decir que se parece a un chiste. A ver: un chiste hace una declaración y luego muestra el resultado sorprendente de esta declaración de una forma concisa. A mí me gusta saber que tengo ocho páginas en las que me voy a preguntar cuál es la esencia de la vida. Eso es un desafío fantástico. Además, yo hablo muy rápido, soy un poco maniático y el relato encaja muy bien con ese ADN mío.
¿Cuáles serían sus manías?
Tengo un metabolismo veloz, mi mente es casi la de un mono. Me falta sutileza, no sé cómo decirlo. Envidio mucho a Chéjov, que es mi autor favorito, porque su visión del mundo es delicada, sutil y con perspectiva, pero yo no soy así. Soy como un personaje de cómic, puedo ver las grandes posibilidades dramáticas de las historias pero no tanto sus detalles. Cierto es que me he entrenado mucho para ser una persona más tranquila y matizada, pero al final como escritor he tenido que aceptar que soy así y he adaptado el oficio a mi naturaleza. Si conectas con tu yo natural, los lectores te van a comprender mejor.
No sé si el sentido del humor se puede considerar una de esas manías. Lo cierto es que no se entendería su literatura sin esa mirada guasona.
En mis conferencias, el auditorio suele reírse y a mí eso me gusta. Un amigo me reprochó que me escondiera detrás de esa mirada humorística. Y no le contradije, tenía razón. Es lo que he venido haciendo desde niño. En mi familia si nos sentimos un poco raros o intimidados nos lo tomamos a broma. Es una forma de protegernos. Pero cuando te das cuenta de que ser divertido es lo que te gusta hacer, debes pensar muy bien si es un chiste barato a costa de alguien o es un chiste honesto y va sobre todos nosotros.
Eso lleva a otra de sus grandes características: la compasión por sus personajes. ¿Cómo conjugar entonces el ser un autor satírico y a la vez compasivo?
Compasión no significa decir solo cosas amables. Si ves que tu hijo pequeño va directo a meter los dedos en el enchufe, no te paras a explicarle como funciona la corriente, te abalanzas sobre él. Creo que la compasión es ejercer una honestidad total. Tom Wolfe, por ejemplo, puede parecer un poco cínico pero su intención es amorosa, esa es mi aspiración.
¿Cuándo tomó conciencia de la existencia de la injusticia y la explotación de hombres y mujeres?
De joven trabajé en una plataforma petrolífera en Asia. Yo era un católico de clase trabajadora que una noche en un edificio en construcción vi a 300 mujeres malayas limpiando piedras a mano, sin herramientas. En mi mente se despertó la idea de que allí y en todo el mundo servimos a poderes ocultos.
¿Eso le condujo al budismo?
No directamente, pero sí fue el principio de un proceso que todavía está en marcha. El catolicismo y el cristianismo en general nos convierten como fieles en la estrella del espectáculo y eso invalida la percepción que podemos tener del otro. Acabo de cumplir 65 años y puedo ver que para mí el budismo es extraer la confianza de tu naturaleza amorosa. Es algo fácil de entender pero otra cosa es vivirlo y experimentarlo de verdad. Igual si vivo 90 años lo logro.
Usted no es un escritor de ciencia ficción, pero buena parte de sus historias se mueven en el terreno de la distopía. ¿Es la mejor arma literaria para hablar del presente?
Para mí es un poco más egoísta. Pienso en cosas imposibles, como un mundo en el que todos tienen tres cabezas y eso no me permite escribir como Hemingway. El objetivo es hacer algo inteligente con la ciencia ficción buscando algo más profundo en la naturaleza humana.
El trasfondo político suele estar en sus historias, pero en ‘El día de la liberación’ tiene mucho más protagonismo.
Diría que así es. Es mi libro más político. Posiblemente por el momento en que lo escribí, con la presidencia de Trump, las elecciones y el covid. En ‘Diez de diciembre’ todavía tenía bastante confianza en un futuro en el que pudiéramos salvarnos. Aquí digo que es posible pero que no siempre se puede lograr. A veces los sistemas políticos son tan potentes que aplastan a la gente. De todas formas, jamás empiezo un libro con una intención clara,
¿No pensó que podía ser una advertencia? En el cuento ‘Carta de amor’ hay un presidente al que se le denomina payaso que ha destruido los derechos civiles de la gente. ¿Eso viene de su experiencia como cronista en la campaña política de Trump, la que le llevó a la Casa Blanca?
Esa experiencia fue muy extraña. Jamás creí que fuera a llegar a presidente y solo lo veía en su faceta cómica. Entre sus seguidores había gente maja que sabía que yo no era de su cuerda y siguieron siendo amables conmigo. Pero a la vez constaté que estaban atrapados en burbujas informativas. De eso pecamos todos, pero ellos obtenían sus noticias de fuentes de las que nunca había oído hablar y para ellos tenían la fuerza de la verdad absoluta. Creo que eso se ha ido ampliando y ahora nos está pasando a todos.
Esa es también una de las claves del libro: cómo el poder te puede extraer la memoria e implantarte recuerdos nuevos y falsos.
Eso es. Y en el relato son los propios ciudadanos los que se prestan a ello, nadie les obliga. Eso es lo que está ocurriendo ahora mismo con las redes sociales. Tengo un amigo que me dice: cuando vuelvan los fascistas van a ser encantadores con todos nosotros.
Somos nosotros los que abriremos esa puerta.
Le voy a contar una parábola budista. El enemigo envenena el agua de un reino con un veneno que enloquece a la población. Al final todo el mundo se vuelve loco menos el rey que tiene un pozo distinto, pero acaba sucumbiendo y bebe el agua envenenada para no sentirse solo. Todos estamos envenenados por las redes sociales, el veneno sabe bien y lo vamos saboreando.
¿La inteligencia artificial es un peligro para la literatura?
De eso no puedo hablar porque con un grupo de escritores le hemos puesto un litigio contra Chat GPT por el uso de nuestros libros para entrenar a la máquina sin permiso. Si alguien quiere utilizar una novela o un relato para hacer una película paga unos derechos, aquí no ha habido nada de eso.
¿Siente miedo o cree que puede ser un instrumento beneficioso?
Ambas cosas. Pero si yo quiero leer un libro de Alice Munro… Yo lo que de verdad quiero es la mente de Alice Munro mirando al mundo que la rodea e intentando entenderlo. Por definición no puedes hacer literatura si no eres humano. Igual se puede hacer una buena imitación de un escritor, pero poco más. El peligro es que los lectores acaben perdiendo la capacidad de diferenciar lo bueno de lo no tan bueno. Espero que no vayamos a dejar que ocurra eso.
¿Se ve cubriendo la próxima campaña electoral de Trump?
Con la primera ya tuve bastante. Es una criatura que se alimenta de la atención y si escribes sobre él lo estas validando. No sé, tengo cosas mejores que hacer con mi energía y mi tiempo.
¿Para qué le ha servido la literatura: para poner orden en sus ideas, para abrir interrogantes, para escribir cartas de amor…?
Es un poco como la meditación. Cuando termino me siento mejor. Más centrado, más calmado, incluso si nadie me leyera creo que seguiría escribiendo. Para mí es una práctica espiritual, me ayuda a calmarme y a interesarme por el mundo cada día de mi vida.