Corrían los primeros meses del venturoso año de 1610, en su celda del Convento de San Francisco de Asís de la Ciudad de Canaria (más tarde Las Palmas y más recientemente Las Palmas de Gran Canaria), cuando un padre franciscano apilaba cuartillas y folios que en buen número habían sido redactados y escritos de puño y letra por él. El asunto, siempre el mismo: la creación de un nuevo convento, esta vez en la ciudad de Telde. No era el primero y esperaba ser el último escrito que se dirigiera al señor obispo de la Diócesis y a las autoridades civiles, rogándoles encarecidamente los permisos necesarios para la fundación definitiva de tal cenobio. Él, en sus continuas visitas por las tierras del Sur de Gran Canaria, había parado en la antigua ciudad aborigen, aquella misma que después de más de cien años de castellanización se había convertido en una de las urbes más prósperas y demográficamente más desarrolladas de todas las Islas. Estando por la zona fundacional, se acercó hasta un altozano o pequeño promontorio situado a un tiro de flecha de la parroquial de San Juan Bautista. En sus inmediaciones existía, desde siempre, según le dijeron, una fuente que emanaba agua potable de manera continuada, siendo esta el principio de un riachuelo que corría serenamente entre unas huertas llamadas ‘las del vallecillo’. La montañeta de arcilla y picón estaba horadada por numerosas cuevas volcánicas que ya habían sido habitadas por los antiguos canarios y, ahora, reutilizadas por esclavos libertos y gentes pobres de solemnidad. En las partes superiores de aquella atalaya, se habían dispuesto calles estrechas y tortuosas que permitían cierta ordenación urbana para, a sus veras, construir casas de pocos metros, con patios y huertas, en donde vivían toda suerte de artesanos.
Fray Juan Felipe, guardián (Superior) de los franciscanos de la capital grancanaria, reconocía el terreno ávido para establecer en él sus casas e iglesia franciscana. Según las enseñanzas y normas de la Orden, estas debían estar en arrabales o zonas limítrofes de las urbes, mostrando así su predilección por la pobreza más extrema.
El fraile ensimismado en sus quehaceres cotidianos no se sorprendió, cuando un hermano lego le entregó con cierta urgencia nacida de la impaciencia un pliego de papel con un sello lacrado de su Eminencia el señor obispo. Lo abrió, rompiendo el lacre y leyó. No se lo podía creer. Después de años, aquel era el día en el que se hacía real su sueño de vida: el convento de Santa María La Antigua de Telde quedaba aprobado. Ahora urgía acelerar los preparativos para convertir las letras en muros y en ellos cobijar al Santísimo Sacramento y a sus hermanos de religión. Así, eligió la fecha: primero de mayo de 1610. Con misa solemne y bendición del solar que ocupara el nuevo convento, comenzó la centenaria historia de este espacio de recogimiento y oración, que a pesar de la Desamortización y del abandono al que se halla sometido, desde hace más de setenta años, sigue en pie y sin rendirse, esperando la resurrección.