El primer judío quemado por el nazismo fue un rabino pintado por Marc Chagall. Sucedió en Mannheim en 1933, poco después del ascenso de Hitler al poder. El señalamiento del arte degenerado –así llamó el nazismo al «putrefacto» arte moderno que amenazaba los valores germánicos– se convirtió en algo habitual en la Alemania entregada a la alucinación nacionalsocialista. Se expuso de manera profiláctica en infaustas exposiciones como la de Múnich de 1937, y numerosas obras se destruyeron en siniestras ceremonias de escarnio público. Pero quemar aquel rabino de Chagall tras llevarlo en procesión por la ciudad era mucho más que pegarle fuego a un trozo de tela pintada. Era anticipar de manera simbólica, en efigie, el proyecto de exterminio de los judíos europeos.

Marc Chagall observaba este y otros preocupantes acontecimientos desde Francia. Allí se sentía razonablemente protegido, aunque consciente de que su país de acogida no era ni mucho menos inmune a ese contagioso mal europeo que es el antisemitismo. Lo supo desde bien joven, cuando llegaban a su ciudad natal, Vítebsk –entonces perteneciente al imperio ruso, hoy parte de Bielorrusia–, las noticias del caso Dreyfus, las mismas que paradójicamente le hicieron soñar por primera vez con París. Y lo sintió en primera persona cuando poco después de instalarse en Francia en 1923 su marchante, Ambroise Vollard, le encargó la ilustración de varios libros, entre ellos Las almas muertas de Gógol y las Fábulas de La Fontaine. Que un judío ruso se ocupara de iluminar un clásico de la literatura francesa fue motivo de escándalo. Finalmente el proyecto no vio la luz hasta 1952. En una carta remitida al crítico de arte Leo Koenig en septiembre de 1925, Chagall no podía ocultar su preocupación: «El tiempo no es profético, reina el mal».

Guerras, revoluciones y exilios

El mal indecible que campó por Europa durante la Primera Guerra Mundial no había remitido con la paz en falso de Versalles. Durante los años 20 el Este seguía en llamas, la revolución soviética imponía la dictadura del proletariado sin importar el coste en vidas humanas y la Alemania depauperada y humillada por los vencedores incubaba en su seno el mal mayor del nazismo. Chagall vivió activamente este convulso periodo. Había recibido con entusiasmo de la Revolución antes de que esta le diera la espalda. En 1931 visitó Palestina y contribuyó al proyecto sionista. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial decidió permanecer en Francia. Logró escapar in extremis en 1941, cuando la Francia de Vichy ya le había desnacionalizado y retirado el pasaporte. Marc, su esposa Bella y su hija Ida huyeron a Estados Unidos vía Lisboa. Desde Nueva York asistió a la destrucción de Europa y al exterminio de su pueblo pintando sus propios desastres de la guerra antes de regresar a Francia en 1948, donde vivirá hasta su muerte, casi centenario, en 1985.

Chagall es el pintor onírico que cautiva el ojo con sus colores, con sus entrañables animales antropomorfos, sus hombres voladores y sus pueblos de cuento para niños. Pero durante décadas los sueños de Chagall fueron también pesadillas, y su inconfundible paleta le sirvió para representar el fuego y la oscuridad que asolaban a la humanidad. También puso su arte al servicio de la causa judía, ya fuera renovando la iconografía yidis, reinterpretando la historia sagrada o diseñando las vidrieras del hospital de Jerusalén o los mosaicos y tapices del parlamento israelí.

De todo ello recibe minuciosa noticia el visitante de Chagall, un grito de libertad, la retrospectiva más importante dedicada al pintor ruso en nuestro país desde la que organizó el Museo Thyssen en 2012. La exposición de la Fundación Mapfre de Madrid, que se suma a la que el Palau Martorell de Barcelona acoge hasta el próximo 24, de marzo, contextualiza como nunca antes su trayectoria. A través de más de 160 obras y más de 90 documentos, en su mayoría inéditos, procedentes del Archivo Marc e Ida Chagall, el espectador conoce la vida y las motivaciones de un artista que vivió su tiempo sin intermediarios, comprometido en primera persona, de palabra y por medio de su arte, con la defensa de sus ideas, del pueblo judío, de la paz y de la libertad.

El encanto irresistible de la obra de Chagall es un arma de doble filo. Puede envolver al espectador y alejarle de los motivos que la alimentaron. La propuesta de la Fundación Mapfre, realizada en colaboración con el Museo Nacional Marc Chagall de Niza y el Museo de Arte La Piscine, de Roubaix, conjura ese riesgo. No es una exposición decorativa ni experiencial. Exige atención y detenimiento, y a cambio ofrece una excelente aproximación al hombre detrás del artista.

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