A los vecinos de Lavapiés nadie les tiene que explicar lo que es la gentrificación. El barrio madrileño exuda turistas y pierde fruteros, zapateras, kioskeros, taberneras. Gentes que han sobrevivido al adoquinado de las calles, pero no a la especulación. Tribulete 7, hogar de 57 familias, ha sido la última víctima del liberalismo en serie. Varios pisos turísticos bien valen el desahucio de niños para aquellos que ven un negocio en la vivienda.
El beneficiado, Elix Rental Housing Socimi II, no puede obviarse. Y aunque ni siquiera se merezca unas líneas, es de recibo poner nombre al fondo buitre ejecutor de la ruina de las familias de este y otros barrios. La propiedad del fondo corresponde a AltamarCAM, una empresa inversora dirigida por Claudio Aguirre, primo de la expresidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre. La firma que certifica el atropello tendrá lugar la tarde del 13 de febrero y contará con la presencia de manifestantes a sus puertas. Menos trajeados, pero con más razón.
Un bien de primera necesidad nunca había estado tan banalizado. Jamás un derecho universal había estado repartido en tan pocas manos. El Maestro, Francisco Ibáñez, no habría querido que la representación de su Rua del Percebe tuviera un sabor tan amargo. Aunque algo se imaginaba. Alegría y reivindicación, en forma de cánticos y poesías, emanaba de los balcones de Tribulete 7.
«La vivienda es un bien de primera necesidad, no un producto para hacer negocio», gritaba Cristina Medina desde uno de los palcos a las decenas de vecinos entregados. «¡Gobernantes¡», exigía. «¡Gobernantes!», pero nadie respondía. El Teatro del Barrio, siempre comprometido con su callejero, ha congregado a artistas sin miedo, con las ideas claras y el conocimiento del dónde. Del dónde vienen.
«No quiero que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile el aliento»
Alberto San Juan recitaba un poema de Ángela Figuera a las puertas de una zapatería en liquidación por cierre. En el primer piso, aún se huele el cuero de los zapatos de (nombre de tienda) y las alpargatas, aparcadas en la puerta, no pueden ser de más cercanía. A partir de marzo, los vecinos tendrán que andar más si quieren arreglar un tacón roto o comprar unas zapatillas, de esas de andar por casa.
Rocío Sáiz, Fetén Fetén, Mané López, Muerdo, Celia Bsoul, El Artivista, Silvia Agüero, el colectivo de poesía escénica Másquepalabras (es de recibo citarlos a todos), han hecho las delicias del respetable. Respetable no por el concepto de público, sino por el honor que desprende el (y la) que lucha por su clase. Trabajadora, por si quedaba alguna duda. Aunque para Medina el término se quede corto y opte por «explotada».
No cabía un alfiler en la céntrica calle madrileña. El rango de edad era inabarcable y los carritos se habrían paso entre sonrisas. Saxofones, violines, güiros. Viento, cuerda, percusión. La algarabía y la felicidad de la protesta chocaba con lo que allí se denunciaba. «Sí no, qué nos queda», se escuchaba a uno de los congregados.
Probablemente no nos quede nada. Nada más allá del vecino de en frente, de la música en la calle, del compañero de colectivo, de la solidaridad de clase, de las latas que chocan efusivas, de las risas compartidas, de los besos de una madre, una pareja, una amiga. Probablemente no nos quede nada, pero lo queremos todo.