Hace años, alguien tuvo la idea, que no se llevó a cabo, de ajardinar el techo de los autobuses de Madrid. Venía a ser, pensé yo, como implantarles pelo. Me los imaginaba circulando por la ciudad con su cabellera al viento. ¿Una cabellera de qué? No sé, de césped quizá. Un césped un poco alto, como cortado a cepillo, mezclado con hierbas resistentes a los acelerones y a los frenazos propios de este transporte urbano. Dándole vueltas a la idea, se me ocurrió también que estos jardines móviles podrían transportar también algunas tumbas, pocas, de los ciudadanos que estuvieran dispuestos a pagar por continuar haciendo, de muertos, el mismo trayecto que hacían de vivos cuando iban de casa a la oficina y viceversa. Estuve por proponérselo al ayuntamiento, pero primero me dio pereza y luego lo olvidé.