Es difícil elegir entre el corto y el largo plazo. Decidir qué es más importante en una guerra. Y más en una como ésta: impuesta por unos yihadistas, que te han provocado masacrando a tu pueblo, y que no diseñaste determinando un objetivo, unas estrategias y sus diferentes pasos tácticos.
¿Cómo se hace para eliminar la amenaza a largo plazo -Hamás- y también traer a casa a los rehenes? ¿Es compatible la acción militar con la humanitaria? ¿Hay algo de quirúrgico en estos tres meses y medio de combates, que reproducen un conflicto de décadas y mezclan política, territorio y religión con vidas inocentes a cada lado de los cañones?
El Gobierno Benjamin Netanyahu y las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) querrían, claro, cumplir las dos metas: ésa que garantizaría la seguridad de la ciudadanía y la otra, que le daría a sus ciudadanos lo que ansían. Que ambas se lograsen por la misma vía, sin que una arriesgara el éxito de la otra. Pero la guerra, por muy David contra Goliat que sea esta invasión de Gaza, nunca es tan sencilla.
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Pablo, en el kibutz Re’im
«Así nos pintan, como Goliat, pero a mí me da igual; mira qué fuertes somos y lo que nos hicieron», explica Pablo desde la habitación de su hijo. Es evidentemente el dormitorio de un chaval de 10 años, pero es también el habitáculo reforzado resistente a los cohetes y misiles que «cada mes, más o menos» caían desde Gaza sobre el kibutz Re’im. Vivía con su familia desde hace ya 18 años a 4 kilómetros de Gaza. Ahora lo hace solo, de domingo a viernes. Sus hijos y su mujer siguen en la ciudad de Be’er Sheva desde el inicio de la guerra.
Los cuatro miembros de la familia Kaputsiansky sobrevivieron aquel 7 de octubre. Pablo, su mujer y sus dos hijos, de 17 y 10 años, estuvieron encerrados en un habitáculo de apenas seis metros cuadrados durante 30 horas. Sin comida, y apenas con una botella de agua de litro y medio. Desde allí escuchaban los disparos, los saqueos y los gritos en árabe que procedían del otro lado del ventanuco de persiana armada. Leían por el grupo de Whatsapp del kibutz cómo alguno de sus vecinos pedía ayuda o avisaba de que en el barrio de los tailandeses -trabajadores originarios de ese país empleados de la comunidad- habían asesinado a alguien.
«Aquí mataron menos que en otros sitios, incluso un terrorista de Hamás salvó a dos niños judíos tras acabar con sus padres… pintó en el muro de la casa ‘no matamos menores’. Por eso y porque esto que nos pasó era inimaginable, yo no me creí lo que decían que había pasado hasta varios días después».
En Israel hay una asociación de religiosos llamada Zaka, cuya labor es limpiar escenarios de atentados. La sangre es parte del cuerpo, dicta el judaísmo, así que debe ser enterrada también. «Fueron ellos los que nos contaron lo que habían tenido que limpiar, en otras localidades, o en el festival Tribe of Nova. Y que jamás habían visto cosa igual… entonces, escuchando sus historias, comprendí que era cierto».
Pablo sabe hoy que ni David ni Goliat. Él es un señor grande, fuerte, con brazos como remos, y recibe a EL ESPAÑOL en su casa, donde confiesa que, posiblemente, ya no hable con más periodistas. «Te agradezco que vengas y preguntes para que luego cuentes, pero quizás es demasiado».
Confía en que algún día podrá volver a pensar en política, en preocuparse por Netanyahu, las reformas judiciales, la corrupción, y en cómo lograr la paz… pero hoy sólo quiere que vuelvan todos los secuestrados «y no llorar cada mañana al fregar mis cacharros, porque ya no me saluda mi vecina de enfrente». Los terroristas eligieron ese lado de la calle, el de ella, una anciana que vivía sola con sus gatos, y no el de Pablo: ella murió y él no le da más vueltas. Llora, termina de fregar, da de comer a los gatitos, y se va a trabajar.
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Omer, en el festival Nova
¿Cuál es el objetivo número uno del Ejército israelí? Según Netanyahu, acabar con Hamás, traer a los rehenes y «cambiar la relación con Gaza», si es que alguien sabe qué significa exactamente eso. Pero las prioridades son esas, y por ese orden.
«Yo digo que vinieron a mi país y se llevaron a mi hija y mataron a su amiga. Aquí, en mi tierra. Así que el Gobierno es responsable de que eso pasara y de traerme a mi hijo de vuelta». Shai es el padre de Omer Wenkert, un joven de 22 años que fue al festival Nova aquella madrugada. Mucho tecno, mensajes de paz, alcohol y fiesta, «hasta que recién amanecía y se oyeron las sirenas y nos escribió que estaba bien, que veía los cohetes y que se iba a refugiar».
Sería algo más allá de las 6:00 horas. Shai sabía que su hijo estaba en un festival, pero no dónde se ubicaba. «Luego volvió a contactar, nos dijo que tenía miedo«, y ya no se supo más de Omer. Hasta que apareció en un vídeo en el canal de Telegram de Hamás y un amigo se lo envió a su padre. «¡Está vivo!», le dijo con esperanza. «Y ojalá lo esté todavía, no sabemos nada. Y eso que está ahí», dice señalando al oeste, a Gaza, por donde ya se pone el sol, «a apenas 10 minutos andando».
Aquella mañana, Shei quiso incluso entrar él en la Franja a buscar a su hijo. Omer sufre colitis ulcerosa, que lo deshidrata y le hace sangrar, debilitándolo en casos de estrés. «Más estrés que llevar 109 días secuestrado y sin medicinas… se puede infectar, se puede desmayar. Tienen que traérmelo ya».
Las tropas, claro, no le dejaron pasar a Gaza. Nunca se puede: menos aún en el día de la mayor masacre de judíos desde el Holocausto. Pero él, ya que el Gobierno y el ejército no se lo traen, se debate entre hablar con los periodistas para que nadie olvide a su hijo, o pensar en lo que sea para que al Gobierno no le quede más remedio que plegarse a la presión y así, tal vez, volver a abrazar a su hijo.
«Pido un acuerdo. Exijo un acuerdo. Tráiganlos a casa y ya está. ¿Se pudo una vez? Se puede otra. Y ya, después, vemos qué toca hacer con el Hamás».
Porque hoy, Shei fantasea con que lo volvería a intentar: caminar hacia la Franja, llegar a la verja, cruzar la frontera, y recoger a su hijo sin preguntar ni quién ni por qué se lo llevaron.
Mientras, aquí en la explanada de Re’im se escuchan los cañonazos tan cerca que retumban en el pecho y hacen temblar un poco el suelo. «Allí, donde estaban los escenarios es donde se plantaron 360 árboles, uno por cada asesinado», concluye el padre de Omer. «Si quieres, te llevo al de su amiga; se conocían desde primaria. Yo no soy religioso, pero podemos rezar».
Martin, en el kibutz Nir Oz
En los kibutz del sur, junto a Gaza, sólo hay dos cosas que unen a sus moradores, además de la comunidad, claro está: la ideología más o menos socialista que los inspira, y el pacifismo, la obsesión por convivir con el vecino palestino y colaborar con su bienestar. Por eso, además de por lo evidente de la tragedia bélica, resulta aún más desgarrador lo ocurrido aquella mañana del 7 de octubre.
«De los 400 habitantes de Nir Oz, más de 100 resultaron asesinados o secuestrados«, explica Martin Filgenstein, uno de los miembros de la comunidad. «Algunos y algunas de ellos, las personas más comprometidas con los palestinos que conozco».
Martin también sobrevivió, él y toda su familia, a pesar de que Nir Oz, a sólo 1,2 kilómetros de la Franja, fue el lugar más desamparado. «Aquí entraron alrededor de 300 terroristas, y estuvieron más de ocho horas arrasando libremente, violando, matando, quemando y saqueando».
Aquel 7 de octubre era un día de fiesta, el Sim Jat Torah (la alegría de la Biblia, en hebreo). Y por eso, el equipo de seguridad del kibutz se había dado una jornada de libranza, para que los guardias pudieran ir a celebrar con sus familias. ¿Cómo es posible, si el enemigo está a apenas 10 minutos a pie, y sólo desea acabar con todos los judíos?
«La Carta Fundacional de Hamás dice que hay que destruir Israel, es su motivo fundacional», recuerda Alberto Spektorowski, experto en Ciencia Política de la Universidad de Tel Aviv. «No hay nada de causa palestina, nada de dos Estados. El llamado movimiento de resistencia islámica sólo quiere un califato del río al mar y aniquilar a todos los judíos».
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Efectivamente, el preámbulo de la Constitución de Hamás, que data de 1988, dice «Israel existirá, y continuará existiendo, hasta que el Islam lo destruya, de la misma manera que destruyó a otros en el pasado».
Y condena a quien busca la paz, en su artículo 32: «Egipto fue, en gran medida, apartada del ámbito de la lucha [contra el sionismo] debido al traidor Acuerdo de Camp David. Los sionistas intentan conducir a otros países árabes a acuerdos similares con el objeto de alejarlos de la lucha […] Abandonar la lucha contra el sionismo es alta traición, y despreciado será quien perpetre un acto igual».
Esto fue exactamente lo que ocurrió aquella fatídica mañana. «Irán, Hezbolá en el Líbano, Hamás aquí… son lo mismo, pero nos confiamos, creímos que vivíamos seguros», concluye Martin. «Es responsabilidad del Gobierno que ocurriera y es Netanyahu quien debe solucionarlo».
A Nir Oz no llegó ni la Policía ni el Ejército en ocho horas. «El 7 de octubre no sólo es el peor día en la historia de Israel», reconoce Roni Kaplan, portavoz de las Fuerzas de Defensa de Israel, «fue el mayor fracaso de su ejército, a nivel de Inteligencia y de operativa». Martin admite que hay un sentimiento de enfado con los militares, pero «no es el momento, primero salvemos a los nuestros».
En estos días, familiares de los más de 130 rehenes que aún quedan en manos de Hamás han tomado la Knesset, el Parlamento de Israel, han acampado a las puertas de la residencia del primer ministro, y reclaman que el Gobierno «ofrezca lo que sea» por sus hermanos.
«Pero no parece que ofrezca nada«, lamenta Martin, a pesar de que Jerusalén publicitó un posible alto el fuego de dos meses a cambio de la liberación de los rehenes. Hamás se ha negado, como un día antes se negó Israel a otra oferta, a través de la mediación de Qatar y Estados Unidos. A ninguna de las partes le conviene parar, explica el experto, sino que lo haga la otra.
La guerra está enquistada, los rehenes son el seguro de vida de Hamás y no los liberará (no a todos, al menos) mientras pueda. Y también son la excusa para que Bibi se niegue a parar la ofensiva: su ejército falló, y él falló; así que pactar con el enemigo no se contempla.
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