Erase una vez una niña que, un buen día de 1937, contempló desde un montículo cómo escuadrillas de aviones alemanes que volaban tan bajo que hasta podía leer los números de su matrícula y su insignia, una cruz negra, masacraban a lo lejos una pequeña ciudad llamada Guernika. Esa misma niña, pocos meses después, se embarcó junto a cientos de compañeros en dos buques, el vapor ‘Habana’ hasta Francia, y luego en el carbonero ‘Sontay’ hasta la Unión Soviética, para huir del irresistible avance de las tropas franquistas. Fue recibida como una heroína en un país que muchos de sus mayores le habían descrito como el paraíso en la Tierra, creció, se hizo una mujer y hasta se enamoró.
La misma guerra que le había obligado a huir de su patria natal volvió a atraparla, esta vez no en el puerto de Santurce, entre el monte Archanda y el mar Cantábrico, sino en la majestuosa Leningrado, entre las oscuras y frías aguas del golfo de Finlandia y la superficie congelada del lago Ladoga. Esa niña, que sobrevivió episodios históricos como el criminal cerco nazi a la segunda ciudad soviética, que logró huir, al año siguiente y por los pelos, del empuje de esas mismas tropas hitlerianas en el sur de Rusia, se llama Teresa Alonso. Vive en la frontera entre los barrios barceloneses de Clot y Guinardó, se aproxima, entre achaques de salud, al siglo de vida, y «concentra» en su persona «la emoción de todo un siglo», tal y como es descrita por la escritora Celia Santos en su novela ‘La niña de Rusia’ (Ediciones B). Publicada hace poco más de un año, la obra rememora la vida y andanzas de esta niña de la guerra vasca en la Unión Soviética de Stalin hasta su regreso a España, en la segunda mitad de la década de los 50, por el puerto de Castellón.
‘La niña de Rusia’ es un relato vertiginoso, ágil, que te atrapa desde las primeras líneas. La vida de Teresa son mil aventuras en una, y cualquier episodio da no solo para escribir un capítulo, sino para elaborar multitud de novelas spin-offs derivadas de la trama original. Es delicada cuando relata el paso de la pequeña por las diferentes instituciones soviéticas de acogida en KIev y Crimea, donde los infantes españoles llevaban una vida de privilegios en comparación con los estándares del país y la época. Es tierna cuando rememora el romance entre Teresa y el que fue el gran amor de su vida, un aviador llamado Ignacio. Se torna tensa y vertiginosa, cuando aborda su momento climático, representado por la evacuación de la ciudad asediada en un convoy nocturno a través de la superficie helada de la albufera leningradense hasta llegar a territorio bajo control soviético. Y te deja con ganas de más cuando detiene el relato instantes antes de que Teresa desembarcara de nuevo esn España.
Junto a todas estas virtudes, ‘La niña de Rusia’ posee un aliciente adicional: su veracidad. Para la gente que hemos residido largo tiempo en Rusia, leer novelas o ver peliculas ambientadas el antiguo país de los zares es a menudo un ejercicio descorazonador, porque las descripciones y las ambientaciones no siempre consiguen ser del todo fidelignas. Sin ir más lejos, la aclamada película ‘Doctor Zhivago’, rodada en 1965 en España dado el veto de las autoridades soviéticas, es incapaz de transmitir la emoción de la historia a los espectadores duchos en las latitudes norteñas euroasiáticas. Esas montañas nevadas, pertenecientes a la sierra del Moncayo, o esas llanuras peladas, propias de la Castlla invernal, jamás podrían representar a los montes Urales o a la estepa siberiana. Sin embargo, esta era de internet le permite a uno viajar sin levantar las posaderas de la silla, y Santos logra describir con esmerada minuciosidad y gran precisión escenarios, paisajes y situaciones que ni siquiera ha podido conocer en primer persona, ya que gran parte de la elaboración de la novela se hizo durante la epidemia de covid. En resumen, un libro muy recomendable para estos tiempos en los que Rusia y el estalinismo vuelven a estar muy en el candelero.