En el diccionario de fobias debería estar contemplado un pánico muy peculiar: el miedo a la caída en desgracia de ídolos. Lo pienso cada vez que un club recurre como entrenador a una leyenda del pasado para afrontar una crisis deportiva y reputacional. Es una trampita bien edulcorada y poco denunciada del fútbol moderno. Tapar con mitos indiscutidos las vergüenzas de una gestión, a costa de chamuscar el recuerdo idílico de su etapa como jugador. Un riesgo que la leyenda asume, casi siempre, como un ejercicio de responsabilidad y devoción con sus colores. A veces, también, porque un apellido de reminiscencia ilustre es un salvoconducto rápido para recalar en un banquillo de élite. Cristiano Lucarelli me contó que él prefería «comer mierda» en los derbis toscanos de Tercera, para saber si realmente tenía hechuras de buen técnico, aunque ofertas de Serie A no le faltasen.