Si nos diéramos cuenta de que el sexo es apenas gimnasia y diversión, dejaría de ser vicio, mancha, vergüenza, pecado o trauma y el porno sería equivalente a Karate Kid. Pero estamos muy lejos de eso, que ahora el que no es monja de alguna ortodoxia del no follar es monja de otra ortodoxia de follar con prospecto, con contrato, con croquis o con inspector municipal. Hay demasiados sistemas mitológicos, psicológicos, sociales, religiosos, económicos y simbólicos alrededor de la autoridad, el daño, el dominio, la humillación, la culpa o la satisfacción que hay en eso de meter ciertas partes del cuerpo en otras partes, como si tu honor o tu hacienda dependieran de meterte o no un dedo en la nariz, o de rascarte mucho o poco la espalda, o de rascársela o no a otro. Ni el cura, ni el putero, ni el más progre, ni la más feminista, ni casi nadie, escapa de concederle al sexo una dimensión simbólica, social, ideológica o incluso mágica. No iba a faltar en esto este Gobierno eminentemente simbólico, puritano, puretón y mirón. Si tenemos problemas para ubicar el sexo en la biología, en el juego y en la realidad, más lo tenemos con el porno, que es algo así como libros de caballerías con pollamen.
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