El 6 de mayo de 1994, viernes, el mismo día en que la reina Isabel II y Mitterrand inauguraban el Eurotúnel, Eduardo Chillida subía con el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez y el arquitecto José Miguel Alonso Fernández-Aceytuno la falda de la montaña de Tindaya, en Llanos de Esquinzo, La Oliva, Fuerteventura. Empotrado en la comitiva iba este periodista que, a primera hora de la mañana, en un hotel de Corralejo, había entrevistado al escultor vasco. Era la primera vez, al menos en la isla majorera, en la que el autor del Elogio del horizonte hablaba de su intervención más soñada en un espacio público. El resultado de la conversación, en exclusiva, se publicó el jueves siguiente, 12 de mayo, en el suplemento Cultura de LA PROVINCIA, en las dos páginas que ilustran este artículo.

Bajo un sol primaveral, de agradecer en un territorio acostumbrado al astro más quemante, Chillida estaba todavía en la etapa de encuentro espiritual con el accidente geográfico. «Yo compré una serie de piedras de la India, y ahí hice los Homenajes a Guillén, en los cuales yo sólo he trabajado hacia dentro. Y ahí, precisamente, fue donde empezó una reflexión larga sobre este tema, hasta que un día, hace dos o tres años, de repente, me desperté por la noche, cosa que suele ocurrir cuando me vienen ideas a la cabeza (…) Y pensé: ‘Eres imbécil, haciendo unos cálculos en unas piedras, ¡por qué no te metes en una montaña! (…)».

Nada que ver, ni por asomo, con el cúmulo de contrariedades que se agolparían sobre la idea de penetrar en el corazón de Tindaya, en la montaña sagrada, habitada por el enigma arqueológico de 200 podomorfos. Dos años después, Puerto del Rosario, capital de la Isla, acoge una exposición a la que asiste Chillida, que afronta las protestas de los ecologistas. Para la ocasión, el Gobierno de Canarias, presidido por Manuel Hermoso, edita un catálogo con textos de Kosme de Barañana y Fernández Ordóñez hijo. Aparte de las maquetas de la muestra, las magníficas recreaciones del cubo de 50 por 50 que recoge el libro representan la mayor cercanía que se pudo lograr al proyecto de Chillida. Todo quedó en papel.

Entrevista de Chillida publicada en La Provincia. La Provincia


El creador universal ya estaba acostumbrado a bregar con obstáculos a la hora de trabajar en espacios públicos. De hecho, en la entrevista de 1994 se refería a Tindaya como culminación de su carrera artística, pero con cautela: «Esto podría ser , si sale bien… Claro, lo que yo no quiero, de ninguna manera, es cometer el más mínimo error, porque esta obra, digamos que en todas, la distancia que hay entre lo mejor y lo peor no es tan grande; hay muy poca diferencia entre una escultura de Miguel Ángel y una copia de una pieza suya… La diferencia es tan fabulosa que no cabe más. De modo que hay que acertar, y para hacerlo hay que ser más exigente, no entusiasmarse y decir ‘eso está hecho’ y luego surgir una serie de problemas. En ese sentido, estoy buscando colaboración con gente de campos que conozco menos que otros (…)».

En el mismo catálogo de la exposición, lejos de cualquier tono triunfal, el propio Chillida se abría al consenso con los ecologistas y con los conservacionistas del patrimonio arqueológico. Eran los ejércitos con los que él estaba acostumbrado a enfrentarse. Pero en Tindaya había algo más: la clave de bóveda de la propuesta, que era la extracción de la piedra a través de un acuerdo con la concesionaria de la cantera, se convirtió en un elemento tóxico que acabó en investigación judicial por el destino final de unas indemnizaciones millonarias a privados. Resultó evidente el fracaso del entendimiento entre cultura e intereses económico-políticos.

«No quiero, de ninguna manera, cometer el más mínimo error» Javier Durán


Ajeno a la jauría que se le venía encima, la mañana del 6 de mayo de 1994, el artista observaba minuciosamente las heridas de Tindaya, y se reafirmaba en la creencia de que su cubo, una extracción ordenada, frenaría aquella sangría. «Yo sólo hago las cosas en la que creo, aquellas en las que no creo, no las hago ni que me maten. Vaciar la montaña, en todo caso, es una obra que tiene sentido e interés y, además, que tiene que ser muy respetuosa con la montaña, porque ella también tiene su voz y va a decir ‘no, no hagas eso, no seas imbécil’ (…)».

La cámara fotográfica de Cándido Quesada fijó sin desmayo el encuentro de Chillida con la cima de un territorio desértico en apariencia. Simple espejismo, bajo la enorme aridez fluía un intenso manantial de codicias a los que ningún director de orquesta pudo poner orden. Nunca se habló tanto de Tindaya. La montaña ha pasado al olvido, la obra escultórica sobrevive en papel y en la memoria del caserío de Zabalaga, Chillida Leku, como un desgarro en la poética de Lo profundo es el aire.

José Miguel Alonso Fernández Aceytuno, arquitecto y urbanista, fue el nexo entre Chillida y Tindaya. Fue el asesor de Chillida en la isla majorera.