En contra de lo que pudiera parecer, que un profesor de filosofía se gane el apodo de “el Oscuro” es un halago, pues ese era el sobrenombre con que se conocía a uno de los primeros y más sutiles pensadores, Heráclito. Y uno tiende a creer que, llegada la inteligencia a una determinada cota, no hay necesidad de emborronar las argumentaciones, como sugería D’Ors: ya bastante ciegos nos deja a veces el resplandor de la verdad.
En unas memorias deliciosas, Eugenio Trías contaba que en Barcelona y Navarra así era como llamaban sus compañeros a un filósofo que dejó huellas relevantes en su propia existencia y obra. Se refería a Leonardo Polo, una mente lúcida, capaz como muy pocas de penetrar en la opacidad con que se nos revela en ocasiones lo real.
Que se conozca más al propio Trías que a Polo o que desgranemos nombres de intelectuales españoles, omitiendo el suyo, no tiene nada que ver con la importancia ni la hondura. La denominación de origen al pensador se la da el tiempo y su pertinencia. Y muchos de los que saben no dudan de que a Polo le pondrá el futuro en un buen sitio.
Leyendo a Polo uno siente que la filosofía es un oficio digno y arduo, no esa espuma que los influencers y los periodistas dejan en sus textos, que son como regurgitaciones de lugares comunes. La persona, la libertad, la corporalidad, la destinación y, sobre todo, su descubrimiento acerca de la necesidad de abandonar el límite mental en nuestra forma de acercarnos a lo real son algunas de los hallazgos -con consecuencias todavía no calculadas- a los que nos condujo Polo.
La denominación de origen al pensador se la da el tiempo y su pertinencia. Y muchos de los que saben no dudan de que a Polo le pondrá el futuro en un buen sitio
A Heráclito un día le sorprendieron unos admiradores, que llegaron a su casa para ver la trastienda del pensador. Y, en lugar de hallarle afanado en las cumbres del espíritu, levitando como un bobo, le encontraron con las tareas de la cocina, como un mortal más, porque -dijo el pensador del fuego y el cambio- también allí, en el horno, habitaban los dioses.
He recordado la anécdota al leer el último tomo de las obras de Polo (‘La dignidad humana ante el futuro y otras entrevistas’. Volumen XXXVI. Eunsa), que recoge las conversaciones que mantuvo con él, hace más de cincuenta años, otro fuera de serie, mi admirado Salvador Bernal. Porque en ellas, en efecto, se mete en faena: baja al barro de aquella cotidianeidad de los setenta, que es la nuestra, para analizar causas y sacar consecuencias.
A Polo le preocupaba por entonces algo que todavía debería suscitarnos inquietud: la masificación, la disolución del ser personal, destinado a la trascendencia, en el barullo de lo anónimo. Ni siquiera es posible constituirse como individuos porque el individualismo, por mucho que nos lo vendan, no es ser más yo -más auténticos -, sino vaciarnos para ser insertados en una homogeneidad en la que la persona es superflua.
El diálogo entre Bernal y Polo no ha perdido actualidad; es más, estoy tentado a decir que la ha ido ganando con el tiempo porque lo que subyace aquí es una mirada imperecedera, que es a la que nos tienen acostumbrados los filósofos. El diagnóstico es certero: se ha perdido, por los vericuetos del poder y de la técnica, de la frivolidad, el ser humano y ello ha llevado a la desintegración de la afectividad. Es algo que se percibe en las crisis de identidad, problema al que se pueden reconducir muchos de nuestros actuales desvaríos.
A Polo le preocupaba por entonces algo que todavía debería suscitarnos inquietud: la masificación, la disolución del ser personal, destinado a la trascendencia, en el barullo de lo anónimo
Polo detecta una continuidad entre el movimiento que da la espalda a la verdad -a la realidad de las cosas, que libera y hace crecer a la persona- y la voluntad de afirmación subjetiva, una dinámica aprovechada por la sociedad de la información. “Es un hecho que se generaliza cada vez -escribe-: desde el ama de casa que expone su vajilla (…) hasta el cura que quiere llamar la atención también, que tiene que inventarse algo para que los demás le atiendan. De manera que los problemas de comunicación se transforman. Caen en otro registro, dominado preferentemente por esto: el intento de algo con lo cual uno se afirme”.
Hombre de convicciones y compromiso, cuando contesta se percibe que tanto sus valores como sus ideas son pensadas: no surgen al azar. Por esa razón, el lector descubre que las respuestas están interconectadas: de la crisis de la cultura, de la sociedad y la política pasa a la fe, deteniéndose en la confluencia entre ser humano y verdad. Para este filósofo, la existencia tiene la estructura del acontecimiento porque está como diseñada para posibilitar el encuentro con ese bien preciado.
El diálogo -ameno- es digno de ser leído y releído, para no dejarse nada en el tintero. La inteligencia de las respuestas está en consonancia con la agudeza de las preguntas, con lo que estamos ante un libro redondo y completo, de imprescindible lectura para quien esté interesado en descubrir cuál es la suerte del ser humano y cómo recuperar un poco la cordura.