El concepto de democracia militante, que ha manejado en varias ocasiones nuestro Tribunal Constitucional para negar que la nuestra sea de esta índole, es de origen alemán, y fue profusamente utilizado después de la Segunda Guerra Mundial cuando llegó la hora de que la Alemania Federal, bajo la tutela de occidente, se dotara de una constitución democrática. Por razones obvias, los constituyentes de aquella época optaron por un sistema político en que los poderes ejecutivo y judicial disponían de amplios poderes y obligaciones para defender el orden democrático frente a quienes quisieran derrocarlo. La tesis que late bajo este planteamiento es que ni siquiera un gobierno que goce de mayoría suficiente está legitimado para instalar un régimen totalitario como el emanado de la célebre Ley Habilitante de 1933, que concedió a Hitler plenos poderes.
La militancia constitucional se plasma en Alemania en varios artículos de la Carta Magna. El 9, por ejemplo, prohíbe que haya grupos sociales calificados de «verfassungsfeindlich» («hostiles a la constitución») y prohibidos por el Gobierno federal. Dicha limitación que equivale a la proscripción de un partido solo puede ser ejercida por el Tribunal Constitucional, y de hecho los partidos nazis han sido proscritos en Alemania. Otro artículo significativo a este respecto es el 79.3, que contiene la llamada «cláusula de eternidad» o «cláusula pétrea» que dispone que determinadas partes fundamentales de la Carta Magna no pueden ser modificadas por algún poder del Estado. Solo el poder constituyente originario puede hacerlo.
La democracia española no es, en cambio, militante. Nuestra Ley de Partidos no proscribe ideologías sino tan solo el recurso a medios ilegales para la consecución de objetivos políticos, muy especialmente el terrorismo. Una vez constatado judicialmente que el terrorismo vasco y su brazo político eran realmente la misma cosa, la Ley de Partidos fue utilizada para ilegalizar a la izquierda abertzale, al brazo político de ETA. Y ello, ante la tutela y la preocupación de Amnistía Internacional, que temía que «a través de la ambigüedad y la imprecisión de algunos artículos del proyecto de ley, se pudieran emprender procesos de ilegalización de partidos políticos que propugnasen el cambio de principios constitucionales o leyes de forma pacífica». La ley cumplió sus fines, y, según una mayoría de constitucionalistas, no abrió la puerta a prohibiciones como las que temía AI.
Así las cosas, en una democracia como la nuestra es perfectamente legítimo disentir de la Constitución, disenso que no exime del acatamiento. Congruentemente con ello, nuestra carta magna es abierta y su título X se intitula «De la reforma constitucional». Si un partido político pretende la independencia de un territorio, podrá intentarlo por los procedimientos prescritos. De la misma manera que quien quiera volver al Estado unitario habrá de hacer otro tanto. En ambos casos, y puesto que el título preliminar C.E. consagra tanto la indisoluble unidad de la nación española como el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, debería optarse por el sistema de reforma agravada, que es de especial complejidad. Para formalizar una reforma de esta índole, la propuesta debería ser aprobada por mayoría de dos tercios de cada cámara, y a continuación se disolverían las cortes. Luego las cámaras elegidas deberían ratificar la decisión por igual mayoría y someter de nuevo a referéndum la totalidad del texto constitucional. Evidentemente es muy difícil reunir los apoyos necesarios que se exigen para esta clase de reformas pero no por ello son imposibles, por lo que cualquiera pueda intentarlas. También los independentistas catalanes y vascos y Vox.
Otra cosa sería si una determinada formación política recomendara la violencia para conseguir sus objetivos o postulara la violación de los derechos fundamentales y de las libertades civiles que están en el fundamento de nuestro sistema político y de toda la comunidad occidental a la que pertenecemos. En este caso, la Ley de Partidos ya ha demostrado su eficacia y sería un útil instrumento para liberarnos de semejantes aberraciones. Ahora solo falta recomendar lealtad constitucional a los grupos que proponen reformas radicales y exigirles encarecidamente que se mantengan legalmente en el marco constitucional.