Qué bello es vivir, las múltiples adaptaciones del Cuento de navidad de Dickens, algunos clásicos modernos como Love Actually o The Holiday, sin olvidar míticas comedias infantiles como Solo en casa, El Grinch o Un padre en apuros. Las películas navideñas son tan típicas de estas fechas como los turrones o los villancicos. Sin embargo, en los últimos años los infructuosos intentos por reavivar el espíritu navideño a través del cine han terminado convirtiendo este género en un cliché banal y mercantilizado.
Aun así, como bien se ha encargado este arte en demostrar, por difícil que parezca siempre existe una nueva posibilidad para dejarse sorprender. Este es el caso de la última película de Alexander Payne, Los que se quedan. Una humanizada demostración sin grandes artificios y con un estilo clásico de que aún se puede creer en las películas sobre la Navidad.
En un momento en el que el ideal de la familia feliz ha quedado más que cuestionado y donde el consumismo ha logrado empañar la supuesta magia que envuelve estas fiestas, es un milagro que historias como Los que se quedan todavía pueden funcionar como un cálido y sincero abrazo de consuelo.
Navidades de 1970 en un colegio de niños pijos Nueva Inglaterra, al estilo de películas como El club de los poetas muertos o Esencia de mujer. Empiezan las vacaciones y el personal se va a pasar sus vacaciones esquiando, cebándose y recibiendo regalos caros. Todos excepto tres personas: el profesor Paul Hunham (Paul Giamatti), el estudiante Angus Tully (Dominic Sessa) y la cocinera Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph). El primero, un profesor solterón, amargado y huraño que tiene que quedarse cuidando de los alumnos que no pueden volver a casa, como es el caso del joven Tully, un adolescente insolente y contestón en el que se podría haber reencarnado el Holden Cauldfield de Salinger. Por último, Lamb es una madre coraje destrozada por la muerte de su hijo en la guerra de Vietnam.
Tres protagonistas de carácter áspero y emocionalmente heridos, que tienen poco que celebrar en la época en la que todo el mundo debería ser feliz. La soledad y el dolor que comparten estos personajes termina por entretejer una curiosa relación, sobre todo entre el profesor y el alumno, en la que sus diferencias comienzan a suavizarse. Al igual que ocurre en anteriores trabajos de Payne como Nebraska (2013), la ternura de sus personajes no nace precisamente de la delicadeza, hay una honestidad cruda y natural que resulta agresiva por momentos, pero es que quizá delicadeza es lo que menos necesitamos en estos tiempos.
Esta sucesión de encuentros y desencuentros sobre la que se construye el filme sirve para tratar una gran cantidad de temas como el conflicto de clases, muy presente sobre todo al inicio, pero también otros asuntos de calado más personal como la depresión, el alcoholismo, la soledad, o ese inevitable temor a heredar lo peor de nuestros padres.
El director de Entre copas (2004) vuelve a la senda de ese humanismo agrio, tierno y patético en el que Paul Giamatti se ha convertido indiscutiblemente en «su musa». Con un guion inteligente y divertido, esta película no esconde grandes giros ni sorpresas, pero no es ni mucho menos previsible en el mal sentido de la palabra. Pues lo único que esperas de una historia navideña es que te reconcilie, aunque solo sea un poco, con la humanidad, cosa que cumple con creces.
Con una banda sonora a ritmo de folk, amenizada por voces como la de Cat Stevens o Labi Siffre, la estética cálida y luminosa de esta nostálgica postal invita al recogimiento y la empatía. Porque las navidades pueden ser un recordatorio de todo aquello que echamos en falta, pero también pueden servir para apreciar que seguimos teniendo a los que se quedan. Y es bonito que siga habiendo películas capaces de recordarlo.
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