Ha vuelto Nadal y lo ha hecho en las Antípodas, no en vano es el 672 del mundo por mor de su prolongado exilio de las pistas. La expectación habita entre nosotros. Los presentes se han deshecho en palmas desde la aparición hasta que ha esprintado para el peloteo y mi hermana allá en su casa ha aparcado el cocido que no hervirá hasta que el último golpe dicte sentencia. El almuerzo puede esperar.
Lo crudo es el desgaste mental que debe suponer una reaparición así tras esa travesía del desierto de proporciones mayúsculas. El suceso tiene lugar en Brisbane, el sitio en el que aunque sirviese para poco Santana se llevó por delante a Newcombe en la final navideña de la Davis del 67. Toda ayuda es poca y reforzar la muñeca con la de Manolo podría ser lo que conduce a que, en uno de los acercamientos iniciales a la red, la dejada a la otra esquina adquiriese la impronta del golpe aquel que enganchó a los críos de pantalón corto a darle al tenis en los emplazamientos más inauditos cuando el estatus del país daba para poca cancha reglamentaria.
Quién nos lo iba a decir pero después de que el primer punto del partido fuera suyo, lo que es una de sus señas de identidad, el revés cruzado, comparece chachi. Los digitales siguen las evoluciones por encima de las encuestas que delatan la temperatura una vez descorchada la amnistía, de la Superliga que no sale ni con fórceps y del cochazo que Cristiano regala a la madre por su cumple. Pese a que estemos de celebración, el protagonista del retorno más deseado se toma la conquista del primer set con desmedida contención. Sabe que el reto estriba en que las buenas sensaciones no sean flor de un día.
Poco a poco el rival va deshaciéndose sin mostrar desesperación y, aun siendo verdad que es austriaco, también será consciente de que contribuir al regreso del mito le reporta más consideración que en cierta forma acabar con él. En la bola decisiva la colección de fotógrafos desenfunda con el objetivo de Nadal entre ceja y ceja para no perderse su reacción. Y entró, entró.