En Navidad, por estas fechas tardoanuales, vuelve a casa fielmente una especie endémica de nuestra prensa cultural: las listas de lo mejor. Las mejores películas del 2023. Las mejores series. Los mejores libros. Las mejores obras de teatro. Las mejores tortillas de bacalao. Lo mejor de lo mejor.
Ya he dicho muchas veces que me apasionan las listas. Las hago de todos los tipos. Las listas de la compra (porque ya no me fío del todo de mi memoria averiada). Las listas de libros que quiero comprar (porque no dejaré de militar nunca en el bando de los lectores entusiastas, esos que compran también la ilusión de que tendrán tiempo para leerlos). Las listas de novelas y cuentos y poemas y artículos por escribir. Las listas de títulos posibles. Listas de listas. Mi listomanía es una cosmovisión de andar por casa en pantuflas. A falta de ideas propias sobre el universo, tengo listas de cosas.
Igual que regresan a final de año las listas de lo mejor, vuelven con ellas lo peor de las listas: los ofendidos por el hecho de que esas listas se hagan. Los del no hay derecho. Los del hasta aquí podíamos llegar. Los hipercríticos. Los agudísimos. Los megalúcidos, que son los megalodones terrestres de la lucidez.
Puestos a reflexionar, me parece más ridículo enfadarse por el hecho de que existan las listas, que por su misma existencia. Al fin y al cabo, una lista es poca cosa: el gusto urgente de individuos particulares, sin otra aspiración que dar cuenta de sus preferencias. Y el acto de tener preferencias resulta tan inevitable como estar sometido a los inconvenientes de la ley de gravedad.
Las listas hay que tomárselas como las fiestas. A algunas nos invitan, y nos gusta. En otras nos incluyen, y no nos suliveya. En muchas no cuentan con nosotros, y como si tal cosa. Las listas son como las antologías literarias (que son listados de autores del gusto del antológo): no hay que volverse loco si nos incluyen, ni perder los estribos cuando no cuentan con nosotros.
A decir verdad, resulta difícil que no nos incluyan tarde o temprano en alguna lista, aunque sea en la de no figurar demasiado en ninguna. He observado que, por lo común, los odiadores de las listas no acostumbran a figurar en ellas. En lo tocante a los buenos modales, considero que está feo quejarse de ellas cuando no nos incluyen, y que está más feo aún hacerlo si nos han incluido. En un caso se peca por la vanidad del preterido, y en el otro por ser un desagradecido vanidoso.
En el mundo las listas, resulta recomendable no pasarse de listo.