Ami profesor de baile el sudor en la camiseta le dibuja un corazón en el pecho. Hasta para sudar hay que tener estilo. Mientras, asfixiada, echo un trago y me sacudo el sudor del flequillo se evidencia que compenso la ausencia total de otros talentos con una doble taza de pareidolia. Ya saben, ese entrar al baño de una cafetería y descubrir que el grifo del lavabo nos mira con reproche, o encontrar que el buzón nos engulle una postal con gesto de sorpresa.
Más raro fue aquel sándwich de diez años de antigüedad -y un mordisco- subastado en eBay por 28.000 dólares. El valor de mercado no se lo dio la delicatessen de que el queso fuera de leche de unicornio, qué va, sino que el paso por la tostadora dejara en una rebanada el dibujo de algo parecido a una silueta de la Virgen y estas apariciones marianas, se produzcan donde se produzcan, cotizan al alza. Y que hay más hambre de milagros que de queso se evidenció poco después, cuando el mismo portal puso a subasta otro sándwich pasado, ahora con el dibujo de algo parecido a Bob Esponja, que no superó la puja inicial de 99 centavos.
Y será que uno no puede elegir cómo se le distribuyen los talentos, los sudores ni las representaciones de sus pareidolias, que hasta la fecha las mías han sido mucho más humanas y humildes y yo… veo corazones. Eso sí, con la insistencia y reiteración con la que las embarazadas ven embarazadas y los que acaban de romper se encuentran rodeados de un ejército de parejas de ancianos que caminan calmos de la mano hasta sentarse al unísono en un parque de la plaza.
Tan extendida es esta costumbre mía de comentar un «mira, un corazón», en las nubes, en los charcos, en las nubes que reflejan los charcos, que una vez que andaba yo más lejos de mis hijos de lo que un corazón sano es capaz de soportar, mi hijo pequeño me envió un mensaje para mostrarme que se le había derramado leche al prepararse el desayuno. No para que le regañara a la distancia en el papel de madre ausente pero no del todo, sino para mostrarme cómo, sobre la encimera, la leche había dibujado algo parecido a un corazón. Sucedió entonces, por supuesto, que las nubes y los bancos de pájaros volando en pateras buscando algo de calor, y hasta las rayas de los aviones, todos juntos en perfecta coreografía, dibujaron un gran corazón en el cielo. Gigantesco. Del tamaño necesario para abarcar desde cualquier parte del mundo hasta Mallorca y colarse por la ventana de aquella cocina, aunque ni mis hijos, ni los vecinos del cuarto, ni ningún otro ciudadano del mundo se diera cuenta. Aunque el hombre del tiempo entre borrascas y anticiclones no mencionara en las noticias de las tres aquel fenómeno meteorológico acontecido. Aunque no se incluyera como punto extraordinario en el orden del día del estado de la Nación. Y sin embargo, se lo juro por mi isotónica y la camiseta de mi profesor de danza… todo aquello ocurrió.
Por eso, cuando años después, juntos en una misma cocina preparando a saber qué, mi hijo me dijera «para» porque quería hacerme una foto de la espalda para mostrarme que se me estaba dibujando entre las cicatrices de la vida una mancha blanca de algo parecido a un corazón, yo no necesitaba ni verlo. Por supuesto, le creo. Por supuesto, tenía que ser cierto.
Y quizá, al fin y al cabo, eso evidencie que sí se puede elegir cómo se le distribuyen a uno los sudores, porque acabo de recordar que un amigo se trató con bótox -y la Seguridad Social somos todos- para que ya no le sudaran las palmas de las manos cada vez que se ponía nervioso. Nada, absolutamente nada desde las axilas para abajo, me contaba. Eso sí, me contó que hacía el amor y le brotaba una fuente en la cabeza. Que es por donde sudo yo de normal, le respondí, mucho más en mis coreografías fallidas, sin coste para el contribuyente.
Pero lo que sí doy por seguro es que podemos educar las pareidolias, porque, a fin de cuentas, ¿vemos el mundo como es o como somos? Y aunque soy agnóstica en cualquier fe que nos venga de arriba abajo, creo, vaya que creo en cualquier otra que cause alivio y en la que no haya letra pequeña en el requisito indispensable de amar al prójimo como a ti mismo.
¿Cómo no creer que la calle te trae mensajes en una botella que algún dios, o hasta uno mismo, se fue dejando? Y que me disculpen los que tienen entre las joyas más preciadas de su casa en una vitrina una birria de tostada, pero veo muchas más probabilidades de un mensaje divino; hay mucha más información en el pellizco en el estómago que te produce ver unas manos arrugadas entrelazadas en el banco de una plaza, o en abrir el teléfono a las ocho de la mañana y encontrar entre las ofertas de última hora y de venta anticipada, el cerco de la leche derramada que en todos los tranchetes fundidos del mundo. ¡Pero qué sabré yo de las cosas de valor si, como mucho, veo de tanto en tanto corazones! En camisetas sudadas, en las nubes, en los charcos… en el reflejo de las nubes en los charcos.
@otropostdata