Con su rostro un tanto aniñado, Luis López Carrasco (Murcia, 1981) tiene un divertido punto naíf al explicar el extrañamiento que sintió cuando, hace unas semanas, le comunicaron que había ganado el Premio Herralde con El desierto blanco (Anagrama). “Siempre se lo dan a novelas de al menos 300 páginas, y la mía es mucho más breve”, dice con una sonrisa que expresa una sorpresa sincera. Sin embargo, las 180 páginas de su libro encierran una carga de profundidad y un pulso literario en absoluto inocentes y con un arrastre que para sí quisieran muchas obras aparentemente más ambiciosas.
Arranca con una especie de juego de rol de supervivencia que es en realidad un proceso de selección laboral, y desde varios momentos temporales diferentes, también en el futuro, tres narradores van desplegando unos relatos personales y colectivos que trazan un retrato poco esperanzador de la España posterior a la crisis de 2008 y la que está por venir. Un país marcado por la precariedad de los jóvenes, el descontento generalizado y los primeros rasgos de un apocalipsis climático que aquí se anuncia desde la calma, sin estridencias, haciéndolo quizá más aterrador por lo cercano que parece.
López Carrasco no es nuevo en esto de los premios. Hasta ahora le conocíamos fundamentalmente por su carrera como cineasta, que le dio un Goya y un Feroz al mejor documental por El año del descubrimiento (2020), aunque ya acumulaba algunas nominaciones y triunfos menores por su primer largometraje, El futuro (2013), y por cortos como Aliens (2017). Tampoco son nuevos los elementos de ciencia ficción -pocos y bastante sutiles- que encierra esta novela: su primer libro, el volumen de relatos Europa (2014), discurría por esos cauces. Él no tiene claro si quiso ser antes cineasta o escritor: se recuerda adolescente paseando por Murcia, su ciudad, imaginando que era una metrópoli futurista como la de Blade Runner, y aunque lo que le movió a irse a estudiar a Madrid fue el cine, poco antes de empezar la carrera se apuntó a un curso de escritura creativa. En sus años de formación, dice, “esos dos caminos han ido en paralelo”.
P. ¿Podemos decir abiertamente que este libro es una distopía?
R. Es una cosa que todavía hoy me hace pensar, porque no sé si lo planteé como distopía. Evidentemente hay un elemento distópico, una emigración muy lejana que nos lleva a un ámbito de ciencia ficción, pero toda esa parte crepuscular, de escasez de recursos y abandono de las ciudades, nunca lo pensé en términos distópicos. Porque de todas las cosas espantosas que pueden llegar a suceder, esta de alguna manera permite una cierta recolocación del lugar que ocupa cada uno. Para mí no es distópico, porque me parece tan probable…
P. Precisamente en la narración hay toda una conversación sobre las distopías en la que participa un guionista. No es el único juego metaliterario de la novela.
P. Yo en ningún momento intenté romper la cuarta pared y que tengas la sensación de que la novela se está discutiendo a sí misma. Luego hay cuestiones que fueron introduciéndose de manera más y orgánica: yo también he trabajado de guionista, o en unos grandes almacenes, yo he tenido amigos en Berlín y he vivido allí. Y también me he preguntado, en alguna nochevieja, por qué estábamos jugando a juegos de rol potencialmente crueles. Todas estas ficciones y reflexiones sobre lo cultural me han ido atravesando, pero no sé si formaba parte de un plan específico.
Este libro no es fragmentario. Pero parece que para mucha gente la lectura tiene que ser más lineal. No me imaginaba yo que estaba experimentando tanto»
P. Se ha dicho que este podría ser un libro de relatos, porque aunque haya un hilo conductor y personajes comunes, algunos capítulos funcionan de forma bastante autónoma.
R. Desde el principio tenía la idea de la unidad. Es verdad que la historia del accidente de aviación se me ocurrió hace muchísimos años, pero cuando yo me pongo a trabajar en el libro, lo primero que escribo es el párrafo final. Tal y como está, eso no lo he tocado. Y me dije: “hostia, voy a escribir una novela que acabe así”. Cuando dicen que son relatos que podrían funcionar de manera autónoma, creo que eso solo es aplicable al segundo. El otro día lo hablaba con [el escritor y editor] Luis Magrinyà: este libro no es fragmentario. Pero parece que para mucha gente la lectura tiene que ser más lineal. No me imaginaba yo que estaba experimentando tanto [risas].
P. Hay un hilo común entre El futuro, El año del descubrimiento y también este libro, y es que suele poner su mirada sobre esos momentos en los que parece que se abre un futuro próspero para España y, de repente, esas expectativas se frustran. Es un poco Pepito Grillo.
R. Una función muy chunga, esa de aguafiestas, ¿no? [risas] Es verdad que el libro recoge experiencias laborales, o de la emigración, o la idea de una pareja que tiene que irse porque es invivible la ciudad en la que están. Pero el foco que se le está poniendo al libro como radiografía de la precariedad me está sorprendiendo. Más allá de eso, claro, a mí me preocupan mucho determinadas circunstancias. Y contar cómo las familias españolas o los grupos de amigos han ido somatizando esas circunstancias y los efectos que están produciendo. La xenofobia y la ultraderecha han ido creciendo a mi alrededor en los lugares más inesperados.
Noto en varias generaciones cansancio y necesidad de certeza. También tengo la sensación de que hay una cierta decepción que todavía no ha salido a la luz»
P. Suele poner el foco en los jóvenes. ¿Cuál diría que es el rasgo fundamental de la juventud actual, los de menos de 40?
R. En términos generales, lo que noto en varias generaciones a la vez es cansancio y necesidad de certeza. También tengo la sensación de que hay una cierta decepción que todavía no ha salido a la luz. Porque creo que la pandemia, con todo su horror, para mucha gente tuvo algo valioso: la ciudad no tenía turismo, ni tráfico. Se abrió la posibilidad de teletrabajar, de ensayar otros modos de vida en relación al trabajo. Y en cambio hemos vuelto con más fuerza al turismo extremo, a las jornadas larguísimas, y eso está produciendo un malestar al que todavía no se le está dando nombre.
P. Dice en un momento dado que Madrid es “un regalo a nuestros ojos», pero también «¿Quién podría vivir dentro de un regalo que no es para uno?”.
R. Veo Madrid invivible para todo el mundo, lo que hace que las personas se vayan desplazando a la periferia, con lo cual quienes están en la periferia empiezan a no poder vivir tampoco en sus barrios de toda la vida. Los procesos de gentrificación son más fuertes que nunca, y el gobierno autonómico y el municipal los están incentivando al máximo. Las declaraciones el otro día del consejero hablando de que Madrid es un espectáculo y que es normal que se colapse… Jorge Dioni lo indicaba muy bien: la ciudad es un espectáculo para el que te puedes quedar sin entradas. La ciudad para el que se la pueda permitir, la vida para el que se la pueda pagar.
La nostalgia te puede comer sin darte cuenta»
P. Dice en el libro también: “los recuerdos infantiles habían dejado de ser un refugio para convertirse en un estorbo”. ¿Tiene alguna utilidad la nostalgia?
R. Desde mi experiencia personal, la nostalgia siempre ha sido algo muy depresivo. Por eso intento diariamente luchar contra ella. Y me preocupa que se haya convertido en el productor de sentido habitual de las series, de los programas de televisión y de libros conmemorativos generacionales, como Yo fui a EGB. En el libro intento poner la distancia justa para que no nos coma. La nostalgia te puede comer sin darte cuenta.
P. Hay juego por todas partes en el libro: el juego inicial de la entrevista de trabajo, el juego de rol entre amigos, los videojuegos… ¿Es muy jugador?
R. Yo creo que pude superar la pubertad gracias a los videojuegos… Me cambiaron de clase en el colegio, y de los 11 a los 14 sobreviví con unos pocos amigos y refugiándome en los videojuegos. Luego en el instituto jugué muchísimo a rol y a juegos de estrategia tipo Warhammer. Eran espacios de felicidad pura. Es verdad que en el libro no todos los juegos tienen un final feliz. En el caso de la primera ficción, me hace gracia que esos espacios de despreocupación acaben siendo instrumentalizados para la pura competitividad de la búsqueda de empleo. Pero las generaciones que no han jugado a videojuegos creo que no son conscientes de cuán profunda, a diferencia del cine o de otras narrativas, puede ser la inmersión que supone. Eso evidentemente es sanador. Pero claro, también tiene su parte adictiva y problemática. Aunque no me gusta hacer juicios de valor superbinomiales, en plan: esto es malo, esto es bueno.
P. En uno de los capítulos, el poder se esconde tras unos espejos gigantes que ocultan sus edificios y donde los ciudadanos ven reflejada su imagen. ¿Es difícil hoy en día percibir desde dónde se ejerce el dominio?
R. Me parecía una imagen bonita, la de que los hoteles de lujo y las instituciones y zonas de vivienda de los poderes, como la casa de la alcaldesa, disponen de esos inhibidores lumínicos que les permiten una especie de anonimato. Me viene a la mente la parte final de La comuna, la película de Peter Watkins, en la que se recrea cómo el pueblo de París en 1871 está defendiéndose de las tropas gubernamentales, pero les preguntan a los actores y a las actrices si se pondrían delante de una barricada en el año en el que se rodó la película, el 2000, y una de las actrices, que es gente del vecindario, dice “es que ya no sé dónde está el enemigo”. El enemigo está por todos lados.
P. En el libro no aparece explícitamente el 15M, pero de alguna manera es una novela marcada por ese momento. ¿Participó activamente?
R. En el primer capítulo vemos la Puerta del Sol justo antes del 15M, y me pareció interesante recoger esa rabia y ese hartazgo en el monólogo de Aitana, cuando la echan del trabajo por un caso claro de nepotismo en una cadena de radio, además, supuestamente progresista. Ahí sí que hay un pequeño dardo. Yo no llegué a acampar, pero estuve todo lo activo que pude. Tanto que me acuerdo que, junto a Javi y Natalia [sus compañeros en el colectivo cinematográfico Los hijos], éramos incapaces de grabar nada porque queríamos poner toda la atención en las comisiones y en todo lo que estuviera sucediendo.
P. ¿Qué queda de todo aquello?
R. Yo creo que el 15M realmente fue importantísimo, una respuesta a una crisis enormemente injusta, y nos permitió a toda una generación pensar que se podía hacer algo, porque hasta entonces parecía que el mundo era inmutable, al menos desde el pensamiento mayoritario.Y eso ha politizado a la gente de maneras muy diversas. Pero ahora estamos recibiendo la ola reaccionaria que sucede siempre que hay un movimiento de impugnación. Y eso ha anulado la imaginación política de casi toda la izquierda, a la que veo solamente ofrecer recetas socialdemócratas clásicas con poco recorrido.
P. En el libro se apunta a muchas de las angustias que nos acechan: la competitividad y la precariedad laboral, la conectividad permanente, la catástrofe climática… ¿Cómo lleva esas ansiedades?
R. A mi el calentamiento global, y por otro lado la emergencia ultrareaccionaria, son cosas que me preocupan profundamente. Probablemente viva con mucha más angustia de lo que la novela transmite. Digamos que el verdadero activismo a partir de ahora sólo puede ser medioambiental y climático. Evidentemente, siempre con la mirada puesta en la igualdad. Pero sí, después de leer a [el poeta y ensayista ecologista] Jorge Riechmann es muy difícil volver a dormir tranquilamente por la noche.