En abril de 2022 Alberto Nuñez Feijóo desembarcó en Madrid para apagar un pavoroso incendio en Génova y a lomos de un extenso y generalizado apoyo. «Alberto es lo mejor que nos podía pasar», decían por entonces muchos dirigentes y barones territoriales. Pero el gallego no era sólo el líder salvador de una situación desesperada, sino también aquel que iba a llevarles de nuevo en volandas a la Moncloa. Acreditaba cuatro mayorías absolutas en Galicia, dilatada experiencia de gestión, veteranía y una pátina de hombre de Estado y de transversalidad.
Los sondeos comenzaron a darles la razón a los populares. Porque si bien tras el triunfo de Isabel Díaz Ayuso en las autonómicas madrileñas de 2021 comenzaron a remontar en las encuestas, la crisis abierta por Pablo Casado y su escudero Teodoro García Egea con al madrileña, les hizo morder de nuevo el polvo. Al «efecto Ayuso» le sustituyó el «efecto Feijóo». El ex presidente de la Xunta venía a doblarle el pulso a Pedro Sánchez en las urnas para ser el nuevo inquilino de la Moncloa. Y cumplió una parte de ese pacto tácito con los suyos, esto es, ganar las elecciones generales, pero no así el gobierno de la Nación.
El PP se hizo con el poder territorial el 28-M
Las elecciones municipales y autonómicas del pasado 28 de mayo cambiaron el mapa del poder territorial en España. El PP fue la formación más votada en 1.922 municipios, el 23,8% del total, y sumó 23.412 concejales, un 15% más que en 2019. Por su parte, el PSOE ganó en 1.716 localidades (21,2%), obteniendo 20.784 concejales, un 7% menos que en los anteriores comicios.
Los resultados electorales evidenciaron un cambio de ciclo. De las 22 ciudades donde cambió el partido más votado, 18 que eran del PSOE pasaron a ser del PP. El partido socialista solo mejoró de forma significativa en Extremadura y Comunidad Valenciana, donde los populares también mejoraron sus resultados.
Los comicios otorgaron a los populares victorias estratégicas en ciudades claves como Valencia y Sevilla, además de sumar mayoría junto a la formación de Abascal en la Comunidad Valenciana, Aragón, Extremadura, Baleares y Cantabria, comunidades donde han formado un gobierno de coalición, a excepción de Cantabria.
Vox duplicó su respaldo electoral en las municipales, al subir del 3,5% de los votos al 7,1%. Fue la tercera fuerza más votada consiguiendo triplicar su número de concejales.
Para Ciudadanos fue el fin. Pasó de tener 2.787 concejales a 392, y más tarde, en las elecciones generales del 23-J, decidió no presentarse. Por entonces, aunque Yolanda Díaz ya había presentado el proyecto Sumar, no concurrió a las elecciones municipales y autonómicas, por lo que las formaciones de izquierdas se presentaron por separado. Podemos se extinguió en Madrid y Valencia, y Ada Colau, hasta entonces alcaldesa de Barcelona, cayó a la tercera posición.
Una recta final de campaña errática y confusa
De pronto, y por sorpresa, vino el adelanto electoral de las generales. La euforia del PP por haber arrebatado varias comunidades autónomas y ciudades al PSOE apuntaba a que el 23-J el escenario sería el mismo: un Feijóo que arrebataría el puesto a Sánchez. Pensaron que iban a ganar, y fue el partido más votado en las elecciones generales, pero se quedaron a las puertas de conseguir mayoría absoluta y gobernar.
No se puede decir que los populares no estuvieran advertidos. Es cierto que en todos estos años de democracia ha gobernado España el candidato más votado. En cambio, en ayuntamientos, diputaciones y comunidades se asumían los pactos postelectorales, el juego de mayorías y de alianzas que unas veces favorecían al PSOE y otras al PP, pero nunca en el camino hacia la Moncloa. No obstante, la certeza de que Sánchez intentaría sumar una mayoría alternativa si Feijóo no conseguía unir 176 votos se impuso desde el principio. A la lógica del bipartidismo se impuso la de la política de bloques.
Sánchez escenificó la noche electoral del 23-J no el triunfo de sus siglas, sino del conglomerado de partidos con los que iba a revalidar aquello que Alfredo Pérez Rubalcaba llamó el «gobierno frankenstein», término que tanto molesta a la actual dirigencia socialista, y daba lo mismo si en ese camino debía confluir con Junts. En el otro bloque estaban PP y Vox, partido con el que los barones populares acordaron nada menos que cuatro ejecutivos autonómicos de coalición y el elemento disruptivo que prácticamente imposibilita a Génova cualquier opción de volver al gobierno de la Nación. Tampoco faltaron desaciertos propios con una recta final de campaña errática y confusa.
Los 136 escaños obtenidos frente a los 122 del PSOE el pasado 23-J le sirven sólo de premio de consolación cada vez que recuerda en sus discursos que dirige el grupo parlamentario más amplio en la Cámara Baja. Es cierto que dispone de una amplia mayoría absoluta en el Senado, además de una enorme red de poder territorial, lo que le permite poner palos en las ruedas a Pedro Sánchez, pero no ha traspasado las puertas del palacio de la Moncloa.
Ahora se prepara para otro liderazgo, el de la oposición. Él, tan acostumbrado estaba a tener en bastón de mando en solitario, tiene que bregarse ante un Sánchez convencido de haber conseguido la legitimación de las urnas para llegar hasta donde sea necesario, como ha demostrado su pacto con Carles Puigdemont.
Génova se prepara para una travesía
Génova se prepara pues para una travesía, en el peor de los casos para ellos, de cuatro años. Hoy por hoy no se discute el liderazgo del gallego, aunque lo cierto es que sobrevuela en no pocas baronías territoriales la sospecha de si está dispuesto a aguantar como líder de la oposición y volver a ser candidato en las próximas elecciones generales, sean cuando sean. Son recurrentes los nombres de Isabel Díaz Ayuso y de Juan Manuel Moreno como recambio, pero ese debate no existe, o no, al menos, por ahora.
Los populares tienen este tiempo para ajustar la siempre controvertida relación con Vox y el lastre que supone para sus aspiraciones de gobierno. El gallego desea capitalizar el profundo malestar instalado entre amplios sectores sociales por la ley de Amnistía, -a sabiendas de que ocupará la primera recta de la legislatura hasta que España asista al regreso, como hombre libre, de Carles Puigdemont-, y al rosario de exigencias posteriores, con el referéndum de autodeterminación en primer lugar. Y para ello no irán bajo ningún, concepto, dicen, de la mano de Santiago Abascal.
El reto: hacer de Vox un partido testimonial
Deben afinar con una oposición que anuncian será «implacable» con el Gobierno de Pedro Sánchez y les permita ganar aún más terreno hasta conseguir hacer de Vox un partido testimonial. A fin de cuentas, también compartieron poder territorial con Ciudadanos y hoy no es más que un recuerdo. Esa es una de las tareas que debe afrontar para esta legislatura y no volver a ser de nuevo un ganador frustrado.
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