Silencio. El 24 de diciembre de 2021 ya no había rugidos, ni lava ardiente corriendo ladera abajo. Tampoco el espeso humo negro que vaticinaba una inminente explosión. El volcán de La Palma, sin fuerza tras 85 días y 8 horas de actividad, había decretado su propio fin el 13 de diciembre bajo la atenta mirada de científicos, ciudadanos y políticos que contenían el aliento por si aquel coloso decidía volver a escupir fuego. Dos años después, el «monstruo» ya no respira, pero su corazón no ha dejado de latir.
Pese a que la normalidad ha regresado a la mayor parte del Valle de Aridane, un silencio estremecedor sigue haciendo suyo los rincones más cercanos a los lugares donde la lava discurrió, engulló y dilapidó hogares, fincas y pueblos enteros. Heridas que aún estando en pleno proceso de enfriamiento y desgasificación, se resisten a cerrar.
En la inhóspita región palmera perturbada por el volcán Tajogaite, cada roca, cada ceniza y cada iridiscencia del picón es testigo de la historia de la erupción más larga y más voraz a la que se ha enfrentado Canarias. Una historia que ya ha reescrito el pasado y que debería ser tenida en cuenta para el futuro. Un testigo que corre el riesgo de derrumbarse para regresar a un tiempo pretérito que, sin embargo y por mucho que se desee, ya nunca va a volver.
En algunos recovecos de los largos y gruesos brazos del volcán aún emana el calor de la roca incandescente que reposa bajo lo que hace apenas dos años era lava ardiente
«Es el momento de avanzar y pensar en las siguientes generaciones», insiste el espeleólogo palmero Octavio Fernández Lorenzo mientras camina por una de las pistas forestales que confluyen con uno de los extremos de la colada de lava. Fernández lleva ya más de un año estudiando la formación de tubos volcánicos en las coladas de lava, lo que le ha hecho más consciente de la necesidad de conservar gran parte de aquel campo color tizón sin demasiados cambios.
«Volver a construir encima de la lava no es una opción ni lo será en décadas», advierte Fernández. Es algo que ya se ha visto en otros lugares del mundo y La Palma no es diferente. «Tanto en el Teneguía (1971) como en el San Juan (1949) hubo problemas como consecuencia de las altas temperaturas», rememora el espeleólogo. En concreto, tras la erupción de 1949, la población trató de sorribar la tierra hasta aproximadamente el 1955. «Lo hicieron unos seis años después y en las coladas más delgadas y refrigeradas al estar cerca del nivel freático del mar», explica. Todos los plátanos que se plantaban allí acababan muertos.
Fernández cree que el pasado puede ser un gran aliado en la reconstrucción futura e insiste en que es el momento de reflexionar sobre cómo sacarle provecho a la catástrofe. Porque el volcán puede estar dormido pero no se le puede dar por muerto. No cuando aún en algunos recovecos de sus largos y gruesos brazos emana el calor de la roca incandescente que reposa bajo lo que hace apenas dos años era lava ardiente; y muchos puntos, incluyendo los más cercanos a la boca y los pueblos de Puerto Naos y La Bombilla, siguen emitiendo diferentes gases tóxicos.
Pese a que algún animalillo ha hecho de las cenizas su hogar, en las zonas aledañas al volcán aún cuesta que rebrote la vida. Los primeros pinos que parecieron brotar tras la erupción han vuelto a morir y en los que nacen en los lugares más alejados del gas, están sufriendo el descontrol que el volcán ha generado en el propio ecosistema.