El 104 de la calle Claudio Coello de Madrid es un portal pequeño con una historia grande: la del mayor magnicidio de la historia de España, del que este miércoles 20 de diciembre de 2023 se cumplen 50 años. Medio siglo después del espectacular atentado que acabó con la vida del almirante Luis Carrero Blanco, un cartel de ‘Se alquila’ vuelve a lucir en la fachada del edificio donde los miembros del ‘comando Txikia’ arrendaron el bajo desde el que cavaron el túnel que apuntaló a ETA y socavó los cimientos del franquismo.

Pedro Díaz soplará 80 velas el próximo 7 de enero. En diciembre de 1973, cuando rozaba la treintena, se acababa de ir a vivir junto con su mujer a casa de su abuela, recién enviudadada. Se trataba del tercero izquierda del inmueble, tres pisos por encima del sótano alquilado por los etarras y en el lado opuesto del bloque. La noche de antes del atentado, Pedro había salido «a tomar un vino con mi señora», como tenían costumbre de hacer cada velada en aquella época. Al pasar por delante de la reja del sótano donde vivían los autores del ataque, «mi señora me dijo ‘uy mira, Pedro, ahí hay luz'»; a lo que él respondió: «Anda, cotilla, a ti qué más te da. Vamos a tomar nuestro vino y deja tú las luces de abajo».

El número 104 de Claudio Coello. Héctor González


A la mañana siguiente, jueves 20 de diciembre del 73, Pedro salió de casa «a eso de las 9 menos cinco o menos diez», como cada día, y se dirigió a la estación de metro para comprar el billete de ida y vuelta que debía llevarle a Pacífico, donde trabajaba como ebanista en una tienda de muebles. Cruzando el portal se fijó, de pasada, en que había una escalera apoyada en la fachada, aunque no le dio más importancia en ese momento. Era la escalera que habían utilizado dos de los terroristas durante la noche para tirar cable por las fachadas de la calle disfrazados de electricistas.

Una vez en la tienda, al poco de abrir, sonó el teléfono: «Pensé que era mi jefe, para decirme ‘no se te olvide esto o no se olvide lo otro’, que siempre nos controlaba mucho», cuenta. Pero no. Era «mi señora», gritando «¡Pedro, Pedro, que me voy!», «¡que han puesto una bomba!». La explosión, ocurrida a las 9:27 horas, había destrozado parte de la fachada y «mandado a tomar por culo» el tabique del salón, en palabras de Pedro. «Si me llego a quedar dormido, estaría rezando con él», afirma, en referencia al presidente del Gobierno franquista al que cada día veía ir a misa y al que acababan de matar frente a su casa.

Su esposa, ya fallecida, no había salido aquel día «porque estaba de permiso» de su trabajo en el Ministerio de Marina. Ni ella ni su abuela sufrieron ningún daño directo a causa de la detonación, pero la mujer, embarazada en ese momento, «abortó dos días después de aquello», según relata. Tras el atentado, todos los vecinos del inmueble fueron trasladados al 108 de la misma calle, donde les tuvieron retenidos durante horas y horas. «Luego no hemos sabido nada más de nadie», afirma Pedro. Al portero del edificio, que pertenecía a la policía armada, «ya no lo he vuelto a ver en la vida, ni a él ni a su mujer ni a nadie», añade este antiguo vecino de Claudio Coello que desde hace años vive en Nueva Esperanza (Canillas).

Historia vieja, vecinos nuevos

El actual propietario del bajo desde el que se cavó el túnel donde se colocaron los explosivos no quiere saber nada del tema. Los vecinos de la puerta de enfrente, un hombre de mediana edad y su madre, cuentan que llevan días atendiendo a la prensa y que están «cansados» de explicar lo mismo. Según dicen, han hablado con el dueño del sótano en el que vivieron durante casi un año Jesús Zugarramurdi ‘Kiskur’, José Miguel Beñarán ‘Argala’ y Javier Larreategi ‘Atxulo’, los tres miembros del ‘comando Txikia’, y este rechaza nuevas visitas al famoso agujero.

De acuerdo con estos dos vecinos, que afirman llevar 45 años residiendo en la finca, ya no queda nadie de la época en el resto de viviendas. El edificio al que llevaron a todos los convecinos tras el atentado tampoco existe ya. O, al menos, no como era entonces. Construido en 1963, apenas una década antes del magnicidio, el número 108 de Claudio Coello ha sido completamente restaurado hace poco y luce un frontal moderno y casi completamente acristalado. En su parte de abajo hay un centro de yoga abierto hace dos años y cuya recepcionista, Rocío, una mujer de cubana de 45 años que lleva los últimos 23 en España, desconoce la historia del atentado.

El dueño del negocio, no obstante, sí es conocedor de los hechos. Carlos (51) – que afirma veranear desde pequeño en Santoña, de donde era Carrero Blanco- cuenta que la calle, al igual que gran parte del barrio, ha sufrido una fuerte transformación a lo largo de los últimos años. Según explica, en los 70 vivían aquí «familias de buenos apellidos y personas próximas al régimen»; mientras que ahora, muchos de los residentes son «personas adineradas procedentes de América Latina, sobre todo mexicanos, venezolanos y algunos cubanos».

Pocas huellas, algunos recuerdos

Paradójicamente, frente al 108 se erige el que, con 108 años de historia sobre sus pilares (se terminó en 1915), es el edificio más antiguo de toda la calle. «Cuando se construyó, la Iglesia de aquí al lado era un descampado», explica Consuelo (59), que lleva siendo portera del inmueble del número 135 desde hace 35 años. Se refiere al templo jesuita de San Francisco de Borja, ubicado en la misma acera, al que el expresidente iba a rezar a diario y en cuyo patio cayó el vehículo en el que viajaba tras volar por los aires y rebotar en la fachada. En la finca residen todavía dos mujeres, de 97 y 100 años, que estaban aquí cuando todo aquello pasó. Eso sí, «ahora que lo pienso, nunca me han contado cómo lo vivieron ellas», reflexiona Consuelo, «y mira que llevo años aquí».

La escalera que supuestamente fue usada por los autores del atentado para detonar la bomba. Héctor González


El contraste entre los recuerdos que quedan y las huellas que el paso del tiempo borra es una constante en el tramo de calle que va desde la esquina con Maldonado hasta el cruce con Diego de León. Fue cerca de esta última desde donde los autores del atentado, subidos a una escalera apoyada en la fachada, vigilaron la llegada del automóvil del almirante e hicieron detonar la carga escondida bajo el asfalto. Miguel (63), el portero del número 110, guarda en el sótano del bloque la que se supone que es la escalera que emplearon. Él tan solo lleva 6 años trabajando allí, pero asegura que la historia y custodia del objeto en cuestión es una herencia que se ha ido transmitiendo de portero a portero durante estas cinco décadas.

Volviendo a la esquina opuesta, se encuentra el elemento que más obviamente recuerda a ese pasado del que quedan cada vez menos testigos: el cartel conmemorativo del atentado. «Aquí rindió su último servicio a la patria, con el sacrificio de su vida, víctima de un vil atentado, el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español. El pueblo de Madrid dedica esta lápida para honrar su muerte y perpetuar su memoria», reza la placa colocada por las autoridades franquistas en el exterior de la Iglesia jesuita, a la altura del 104. El mismo lateral en el que, hasta hace poco más de dos años, cuando se terminó de reformar el templo, todavía se podían ver las marcas del impacto del coche contra la cornisa superior.

Placa conmemorativa del asesinato de Carrero Blanco. Héctor González


Cada cierto tiempo la placa aparece adornada con flores, tal y como refiere una trabajadora de una notaría situada enfrente, aunque desconoce quién o quiénes las colocan. Curiosamente, al girar la esquina, delante de la puerta de acceso a la Iglesia de San Francisco de Borja de la calle Maldonado, hay un puesto callejero de flores. Carmen, su dueña, asegura que lleva muchos años allí, pero que no es a ella a quien se las compran. «De vez en cuando ponen coronas, pero las traen de fuera», resume lacónica.