En una entrevista reciente, el premio Nobel de Literatura de este año, Jon Fosse, dijo preferir «vivir de la manera más aburrida posible». Sin ánimo de hacer de exégeta de Fosse -metro ochenta, sesenta y cuatro años, crin blanca y coleta- a lo que creo se refiere el laureado noruego es que desea preservar su vida tal y como la vivía hasta el minuto antes de recibir el premio – quizá debería decir «El Premio» -, un modus vivendi por el que la observaba y escribía sobre ella desde esa atalaya casi siempre obnubilada en las brumas melancólicas, cuando no abiertamente depresivas, de Escandinavia. La escritura es una actividad esencialmente contemplativa, un sacerdocio que se compadece mal con la vida social, aunque no con la familiar, como la de Fosse. No cabe duda de que hay maravillosos ejemplos de lo contrario: Wilde, Capote, Wolfe, Françoise Sagan o Scott Fitzgerald, literatos magnos –y generalmente alcohólicos- que encontraban inspiración en las fiestas (“Me gustan las fiestas grandes. Son muy íntimas. En las fiestas con poca gente no hay ninguna intimidad”, se dice en “El Gran Gatsby”) y narraban las miserias sociales que éstas encerraban –y que eran reflejo de las suyas- con la maestría del avezado observador social, pues escribir no es nada más que poner en palabras lo que uno sabe mirar. No he leído todavía a Fosse, pero sus palabras y su aspecto, de despistado sin aliño, han despertado inmediatamente mi simpatía. Pese a la distancia sideral que pueda existir entre la cosmovisión de un homo sapiens mediterráneo y uno nórdico, esa defensa de una vida tranquila, cavilosa, ese elogio lafarguiano de la pereza en el sentido social del término, se hace cada vez más utópica en la sociedad en que vivimos. Tanto más cuanto que Fosse ha pasado del anonimato a la celebridad mundial en apenas 24 horas. Tengan cuidado con lo que desean. La fuerza de voluntad que uno debe tener para guardar las murallas de su intimidad, de su tiempo libre, de su derecho a ejercer esa libertad como le plazca, se me antoja titánica, y, aunque sólo sea por eso, no puedo dejar de solidarizarme con Fosse, por la que se le viene encima. En ese trance, tu editor y tu agente pueden ser el mejor aliado o el peor enemigo, y las exigencias de ese ingreso en el Parnaso, las mejores asesinas de la Musa. En adelante, el objetivo de Fosse será experimentar, como si de viajes de ayahuasca se tratara, eso que los anglos –siempre agudos para convertir en acrónimo cualquier síndrome- llaman ROMO (“Relief of Missing Out” o “Alivio por perderse algo”), némesis del FOMO (“Fear of Missing Out), la Parca de todos los instagrammers, que es el miedo cerval a no estar donde tus seguidores te esperan, el miedo a perderse ese sarao que luego, sin embargo, no convertirán en novela, sino en “story” que se lleva el viento. Con la edad y el desarrollo siempre errático e inexorable de la madurez, uno se da cuenta de que cumplir años es cruzar el puente del FOMO al ROMO, con ese Rubicon que es el tiempo fluyendo bajo sus ojos. Se trata de un puente invisible, del que uno solo toma conciencia de haber cruzado cuando ya lo ha hecho. Cuando ya es demasiado tarde. De pronto, allí donde sólo había ansias, ahora buscamos praderas de serenidad con excusas de realismo mágico para gambetear un compromiso, una visita, una recepción. Alegamos agendas imaginarias, viajes al espacio extraplanetario y romances furtivos que no admiten espera, piruetas olímpicas in extremis para no ver a amigos que descubrimos, ya otoñales, que no nos aportaban nada. Y ya sólo queremos leer y quizá un cóctel con ese otro amigo que sí que ha entendido de qué va esto. Es ahí cuando uno alcanza las aguas plácidas y termales de la vida adulta, y ahí también cuando se decreta el principio del fin. Hasta que te dan el Nobel, y se jode el invento.