En febrero de 2020 se coló en las mesas de novedades un libro titulado Desesperación silenciosa de la vida diaria. Manual de uso. Publicado por Debolsillo, estaba firmado por la agrupación ‘Un pie en el estribo’ y era, aparentemente, uno más de esos manuales de autoayuda que le dicen al lector que si quiere, puede, porque la solución a sus problemas está en su interior. Pero nada más lejos. Aquel libro era un caballo de Troya, una invitación a la subversión y un experimento editorial audaz escrito por la novelista Belén Gopegui, que publicó ese texto un año después de defender una tesis doctoral en la que analizaba el género de la autoayuda aplicando los códigos de la ficción narrativa, preguntándole a esos manuales de consuelo y motivación qué cuentan, quién lo cuenta y a quién se lo cuentan.
Ambos textos –la tesis y el manual– se acaban de publicar en un mismo volumen titulado El murmullo. La autoayuda como novela, un caso de confabulación, en la editorial Debate, que esta tarde (19.00 horas) presenta en el Centro Cultural Ramon Alonso Luzzy, en Cartagena. En él, la autora propone una mirada crítica sobre los argumentos muchas veces engañosos en los que se sustenta el género, se pregunta cuál es el origen de las carencias que tratan de cubrir, e impugna la naturaleza individual y aislada de esos dolores vinculados a un sistema que oprime y ahoga. Pero Gopegui no solo analiza y cuestiona, sino que propone alternativas que pasan por la socioayuda, por la acción común y colectiva, por sustituir el yo por el nosotros.
«Muy bien no es que estemos», que decía Nacho Vegas, y hay quien puede pagar la consulta de un psicólogo o aliviar la angustia compartiéndola con su entorno, pero cuando miramos con superioridad a la autoayuda…, ¿se nos olvida que hay quien no tiene redes de cuidados?
Efectivamente. Si tengo un entorno donde discuto y me estoy engañando, habrá un momento en que alguien me diga: «Mira, no, por mucho que cierres los ojos lo que hace daño seguirá ahí». Pero las redes de cuidados son, en la mayor parte de los casos, un deseo o están muy amenazadas. Lo que se ha hecho en gran medida es mercantilizar los cuidados, convertirlos en cadenas globales de mujeres y hombres de Europa, por ejemplo, explotando a mujeres latinoamericanas. A ese cierre en falso se suma el de las residencias privadas, y tenemos entonces mercantilismo o explotación al descubierto, o incluso encubierta cuando se fuerza a alguien a cuidar, aunque esa persona prefiera repartir la tarea. Lo que entenderíamos por ‘cuidados comunes’ apenas tiene oxígeno para existir, también por ese miedo que nombras.
Cuando aplica los códigos de la ficción y le pregunta a la autoayuda qué, quién y a quién se lo cuenta, ¿qué descubre?
Que, como en una novela, la forma es el contenido (o viceversa). En el capítulo sobre el ‘qué’ se ve cómo lo que une casi siempre a estos libros es la fantasía del mérito. Aunque hoy la meritocracia esté más cuestionada, creo que aún no se ha llegado al corazón del asunto. Se critica que tenga más poder quien más mérito tiene, pero habría que poner en cuestión la idea misma de mérito: basta con hacer las cosas bien, cualquiera de las cosas que son necesarias para la vida, cuando se puede. Y, si no se puede, poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, construir las condiciones para que se pueda. Y, entre tanto, no embarrar la vida con la soberbia de los afortunados.
La autoayuda forma parte de un sistema que nos quiere aptos para competir, para «concursar», no para transformar eso que nos ha llevado al agotamiento, lo que usted llama «desesperación silenciosa de la vida diaria».
Sí, para ser productivos o para no molestar. Hay un político que critica los libros de autoayuda y dice que hay que organizarse, pero parece como si fuera una mera cuestión de capricho: o elijo la autoayuda o elijo organizarme, y olvida el tramo que media entre ambos actos. Es cierto que la autoayuda contribuye a crear una paz social mentirosa, esa paz social de que cada uno se las arregle solo. Si todo el mundo está centrado en sacarse sus propias castañas del fuego, no va a poner su atención en luchar por la sanidad pública. Pero hay que preguntarse por qué sucede. Claro que la mayoría preferiría una gran sanidad pública, la cuestión es que no hay garantías de que si peleas por ella ganes esa batalla. A veces hay que pelear sin garantías, hay que pelear a muerte, pero para poder hacerlo suele hacer falta librarte, aunque sea un momento, de las presiones a corto plazo, o tener un entorno que te ayude a ponerles freno. En cambio, aprender unos truquillos sobre cómo dar mejor imagen en una entrevista de trabajo lo puedes hacer en soledad; puede que te funcionen, puede que no, pero luchar para que toda persona que quiera trabajar pueda hacerlo…, ahí las cosas se complican. Hagamos que esas batallas sean menos difíciles y más fructíferas, y la necesidad de autoengaño disminuirá.
En su «desesperación silenciosa de la vida diaria» elige a un coro anónimo de ancianos como una voz colectiva que rellena los vacíos y omisiones de la autoayuda, un coro que reniega de la esperanza, ¿por qué?
Dice Raymond Williams que «lo verdaderamente radical es hacer la esperanza posible, no la desesperación convincente». Cuando la esperanza es posible, cuando no es una mera ilusión, entonces está más cerca de la confianza y más lejos de aquella otra frase de Günther Anders: «Llámese cobardía a esta esperanza». Hoy, con el debate sobre el ‘colapsismo’, parece que hay que pronunciarse a favor de la esperanza para no caer en la indiferencia y la desmovilización. Ahora bien, a la vez hay que tener cuidado con las ilusiones, que son engaños. Hemos padecido mucho marketing de lo ilusionante y ya sabemos a dónde conduce… Por eso elijo un coro de ancianos, a ese coro no se le puede acusar si dice que no tiene esperanza; no la tiene, van a morir pronto, no la necesita y sabe que se puede vivir sin ella. En cambio, sí confía. La esperanza está todavía demasiado cargada de connotaciones religiosas o supersticiosas, la confianza es confianza en quienes están a tu lado, en la tarea compartida.
En El murmullo defiende la búsqueda de un hacer en común, lo que llama «la conjetura de los refuerzos». ¿Refuerzos para qué?
Para emprender una acción que intervenga en la Historia y en la historia con minúsculas, porque el capitalismo está todo el rato cambiando la historia sin que a nadie eso le parezca totalitario, de manera que ¿por qué nosotras y nosotros no vamos a intervenir? Además, estamos en un momento muy crítico. Todas las decisiones nos pertenecen.
En el libro, la subversión que propone el coro se intercala y dialoga con las historias de dos personajes, Alfonso y Elda, que van descubriendo el valor de confabular y compartir vínculos en un espacio común.
No sé ni si existe el término o me lo he inventado, pero siempre insisto en la ‘política de procedimientos’, no en la de resultados. Pediría que, si pasas por la política, dejes procedimientos, como, por ejemplo, locales para que la gente se reúna, como el que acoge a Elda, porque es más duradero y efectivo que las medidas temporales que van a desaparecer cuando te vayas. Esos locales son un punto de apoyo real. Lo otro, decir que hay que organizarse, sí, pero dónde, a qué distancia de mi casa, en qué horario, a qué hora vuelvo, con quién me junto… Eso es lo que hay que facilitar. Puedes pedir que haya mucha más participación ciudadana, pero ¿con qué tiempo? Y sin la participación organizada, ¿de dónde saca el político fuerza para imponer sus decisiones a las empresas, los bancos, incluso los otros Estados, a quienes tienen más poder que el que le dan unos meros votos sin la organización que los articule cada día?
Pero al poder nunca le ha interesado generar espacios que faciliten la confrontación.
Le debería interesar muchísimo a un poder, no al otro. Hay una teoría que habla de la comercialización de la democracia, porque también la democracia se está privatizando. Igual que en muchos espacios el profesorado ya no enseña porque haya algo que es importante que se sepa, sino porque en lugar de alumnado tiene clientes a los que satisfacer y para ello puede dejar de lado nociones necesarias, en la democracia empieza a pasar lo mismo: ya no concibo un programa porque tenga una política del bien común que llevar a cabo, sino porque tengo que satisfacer a mis electores. Pero es que las elecciones son cada cuatro años y las políticas son a largo plazo. Para poner en pie una política, se requiere participación. Porque si no, quienes prefieren que sus privilegios no cambien te la van a echar abajo.
En este libro, y también en artículos recientes, reclama una acción colectiva que, en los últimos meses se ha traducido en salir a la calle con las mareas blancas.
Salir a la calle es fundamental y a la vez no es suficiente. Hay que empujar los límites, porque una manifestación consentida es eso:muestra el número, da calidez y apoyo mutuo, pero luego se vuelve a casa y los responsables del desastre que vendrá, si siguen en su línea, pueden olvidarla. No digo que se haga algo ilegal, sino que se haga algo que empuje los límites.
¿Se pueden ensanchar esos límites sin violencia?
Habrá que encontrar el equilibrio: ni la violencia que acaba favoreciendo al enemigo, que es la que creo que no hay que hacer, ni la docilidad. Supongo que ese término medio es la fuerza, la del «de aquí no me muevo», y de aquí no me muevo porque necesito que me garantices que cuando pida hora en mi centro de salud me van a atender, y que el personal sanitario estará en unas condiciones razonables para hacerlo.