Agotado por las incesantes presiones recibidas desde que los socialistas perdieran el 28M el Gobierno de la Generalitat; hostigado por tierra, mar y aire (Madrid, Valencia y Alicante), Ximo Puig puso ayer fin a su etapa al frente del PSPV. El partido se encamina ahora hacia un futuro incierto, en cuyo horizonte hay un congreso extraordinario. Admiro los esfuerzos de los socialistas para recomponerse cuanto antes tras el varapalo que supuso la salida del Consell. Pero me confieso escéptico respecto al resultado. Lo que mal empieza, casi nunca acaba bien.

Puig ha dirigido el PSPV durante casi doce años, desde que en 2012 se hiciera con la secretaría general desbancando a un Jorge Alarte que le dirigió duros reproches en su última intervención, aunque más tarde se amigó con él. Y lo ha hecho con mano de hierro enfundada en guante de seda. Quiso regenerar una estructura cada vez más obsoleta, modernizar su discurso y promover nuevas personas encargadas de transmitirlo. Pero, convencido de que las viejas «familias» (de las que él mismo capitaneaba una) iban a bloquear cualquier cambio que no fuera cosmético, lo hizo aplicando un férreo presidencialismo. Mal que bien (los vuelcos en las candidaturas, con incorporación de perfiles independientes, nunca fueron acompañados de auténticos relevos en las agrupaciones), la renovación por imposición funcionó mientras se gobernaba. Pero fue dejando heridas abiertas que empezaron a supurar en cuanto acabó el recuento electoral.

El vía crucis del PSPV desde esa noche del último domingo de mayo ha sido para tomar nota. Primero fue la guerrilla de los secretarios provinciales de Valencia y Alicante contra Puig por las listas al Congreso y el Senado, que ganaron los primeros gracias al respaldo de la dirección federal. Luego, la pérdida de la Diputación de Valencia, que acabó presidida por el PP cuando los números daban para que siguiera gobernada por la izquierda. Después, el revés de perder un puesto en la Mesa de las Cortes por no haber visto venir un pacto entre el PP y Compromís y la apuesta personal de Puig de quedarse como parlamentario autonómico al mismo tiempo que senador, una compatibilidad legal pero políticamente insostenible. A continuación, la nueva derrota cosechada el 23J, en el que el PP confirmó su condición de primer partido en la Comunitat Valenciana. Y, una vez Sánchez fue investido presidente del Gobierno, la frustración (más de sus partidarios que suya) de no haber logrado entrar en el Consejo de Ministros, primero, y el descabezamiento del grupo parlamentario por la marcha de sus portavoces a Madrid, después. No ha habido mes sin sofoco.

Pero, como ya es sabido, el calvario de Puig no empezó ahí, sino seis años antes, cuando apoyó a la andaluza Susana Díaz como secretaria general del PSOE. Díaz perdió y el ganador, Sánchez, dio pruebas desde el principio de no ser alguien que hiciera prisioneros. Los desplantes del Gobierno central al del Botànic durante el tiempo que Sánchez y Puig coincidieron en el poder, uno en la Moncloa y otro en el Palau, han sido una constante, valga como ejemplo la ampliación del Puerto de València, que va a ser aprobada por el Gobierno ahora que el presidente de la Generalitat es Mazón, después de estar un año bloqueado en Madrid el último requisito mientras el presidente era Puig. Por no contar la morosidad en la tramitación de la gigafactoría de Sagunt, el recorte del trasvase del Tajo (el PSOE perdió el simbólico gobierno municipal de Elche por el hundimiento de su voto en el distrito del campo) o el dejar en los Presupuestos a la provincia de Alicante la última de España en inversiones, la 52 de 52. Supongo que Sánchez no quería perder la Comunitat Valenciana. Pero estaremos de acuerdo en que hizo todo lo posible para que la perdiera Puig.

Puig no quería irse todavía. Quería pilotar la transición, por el miedo a repetir errores pasados que él presenció en primera fila. Era imposible sin la aquiescencia de Ferraz. Pero Ferraz (o sea, Sánchez) lo que quería era que se fuera y poner bajo control el PSPV. Lo primero, ya está conseguido, en una maniobra diseñada hace semanas (véase en este periódico «El PSPV, ante el reto de no repetir su historia», del pasado 26 de noviembre) y, sin embargo, no exenta de incomprensible precipitación: ¿si se le iba a ofrecer un puesto institucional para que dejara la secretaría general, para qué se le nombró hace sólo unos días presidente de una comisión ahora tan importante como es la de Presupuestos del Senado?

En cuanto a lo segundo, mi compañero Alfons García escribía esta misma semana que el PSPV se está jugando su autonomía. Ese es el quid de la cuestión. Los líderes socialistas dicen haberse conjurado para que esta vez no se vaya a la guerra civil. De hecho, no habrá gestora (de tan mal recuerdo), sino congreso. Pero los acuerdos iniciales para mantener el partido en calma están cogidos por los pelos. Quienes se llenaron la boca de proclamas a favor del voto sin intermediación de los militantes y la democracia directa, ahora son los ejecutores de un caudillismo extremo. Así que viene Ferraz y dice el qué, el cómo y el cuándo. Con una ministra sin peso orgánico catapultada desde Madrid a las máximas responsabilidades en Valencia. Y con el secretario federal de Organización, Santos Cerdán, el hombre encargado de negociar con Puigdemont, vigilando en persona la reunión de la dirección del PSPV donde todo ello tiene que empezar a ejecutarse.

Las injerencias de las cúpulas de los partidos en la política valenciana no son nuevas. Por no ir más lejos, fueron los extintos Pablo Casado y Teodoro García Egea, cuando aún dominaban la Tierra, los que pusieron a Mazón en el camino que acabó llevándole al Palau. ¿Y qué decir de Vox, al que le envían por whatsapp los nombres de sus consellers y por Seur a sus asesores? Pero el PSPV había tenido a gala su autogobierno. Pasar de federación a sucursal no sé si será un buen negocio para los socialistas valencianos, aunque esa sea la voluntad de Sánchez.