Ni hay juego, ni hay cordura. Nada escapa al despropósito. Ni el equipo de Xavi tiene sentido, ni los que intentan decidir por el entrenador saben diferenciar el campo del palco. El balón del canapé. Este Barça en el que nada se construye, si acaso se destruye, el anochecer de Oriol Romeu o Koundé no es más que la metáfora de la descomposición futbolística y emocional de un grupo atrapado en el bochorno. Perdió el Barça en Amberes ante ese equipo de Van Bommel que, hasta la visita de los azulgrana, ni siquiera había sido capaz de sumar un punto. Perdieron los directivos azulgrana esos 2,8 millones de euros con los que pensaban tapar algunos de los agujeros de una gestión encadenada al ficticio dinero de los fondos. Y perdió Xavi buena parte de su crédito entre malas decisiones y deficientes actuaciones de unos jugadores que aún creerán que la culpa es del entorno o del Espíritu Santo.
El surrealismo hace tiempo que ha hecho fortuna en el club. Tiene guasa lo ocurrido en las últimas horas, con un futbolista –Lewandowski– que ni siquiera tenía que haberse puesto el traje de luces porque Xavi pretendía darle descanso, pero que acabó tan pancho como titular. Porque el polaco siempre lo es por decreto, propio, del entrenador o del presidente. Qué más da. En este Barcelona donde Joan Laporta, claro, ejerce un poder plenipotenciario, los contestatarios tienen poco futuro. O aplaudes y asumes, o reniegas y te largas. En la mesa de juntas o en el banquillo. Mientras, Xavi y Deco juegan al gato y al ratón sin reparar en el ridículo. Lewandowski jugó 70 minutos. Ni siquiera remató.
Gündogan, que también pensó el lunes que iba a disfrutar de unos días de asueto, tuvo que viajar para colocar las posaderas en el banquillo y luego salir a deambular cuando Xavi pensó en él para el rescate. Por allí estuvo también Araujo, que al menos se quedó fuera de la lista. Sólo hubo clemencia con la febrícula de De Jong.
Con todo, y pese a la presión puesta por la junta de arrancar los 2,8 millones de euros que concede la UEFA por triunfo, Xavi no tuvo reparos en confeccionar un once titular repleto de retales. Sólo repitieron cuatro futbolistas que partieron en el once inicial del derrumbre frente al Girona en Montjuïc :el portero sin suplente (Iñaki Peña), dos defensas (Koundé y Christensen) y el citado Lewandowski, que todo lo resiste mientras en los despachos aguardan la llegada de Vitor Roque como si el joven brasileño hubiera empapado sus botas de agua bendita.
Aunque el problema de este Barcelona quizá no sea tanto el valor de las piezas, sino su utilidad en un deporte que, sí, es de equipo. Así que el equipo de Xavi, desfigurado en la concepción del juego, pero esta vez también desde la misma alineación, amaneció desmayado en la noche de Amberes. Le tocó pagar primero el pato a un futbolista en pañales, Héctor Fort, lateral de 17 años de La Masia que se vio debutando en las peores condiciones posibles. No había pasado ni medio minuto y el chico ya había perdido un balón que dejó a los locales a un palmo del primer gol.
Aunque hubo que esperar apenas un pestañeo para que éste llegara. Iñaki Peña buscó iniciar el juego asociándose con Oriol Romeu en el área. Ocurre que el mediocentro entregó la pelota al rival, ya sea por su nula confianza en un lugar que no siente como suyo, ya sea porque sus pies y su cabeza no están respondiendo a situaciones de altísima tensión. Aquello no fue un control. Tampoco un mal pase. Fue, simplemente, la metáfora del terror más terrenal, el que nos empequeñece sin remedio. Y el jovencito Vermeeren (18 años), que ya ofreció muy buenas sensaciones en Montjuïc, no tuvo más que rematar la faena.
El 1-0 ni mucho menos sirvió para que el Barça espabilara. Sergi Roberto y Fermín, los escoltas de Romeu, no ofrecían esa profundidad que tanto reclamara Lewandowski con la mala cara por bandera. Así que todo debía pasar, cómo no, por lo que pudiera crear Lamine Yamal desde la orilla derecha.
Así que el Barça, después de protagonizar un primer acto tan grotesco como el segundo, pudo al menos alcanzar el descanso en igualdad, al menos en el marcador. Lamine Yamal pasó la suela por la coronilla del balón, engañó al esforzado Yussuf, y pudo encontrar a Ferran Torres donde debía. Ferran controló bien, disparó como pudo, pero, al menos, pudo batir al portero.
Pero Oriol Romeu, engullido por el fantasma de Busquets, volvió a las andadas. Perdió la pelota, y esta vez marcó Janssen. Y aún pudo dar gracias de que el árbitro se arrepintió de expulsar a Sergi Roberto por un pisotón, o que el VAR advirtió fuera de juego en pleno paseo por las nubes de Koundé. El defensor francés, que no tuvo bastante, incluso afeó el momentáneo empate tomado por Marc Guiu para devolver al Barça al suplicio en el ocaso. Lideró sin reparos la esperpéntica jugada final culminada por Ilenikhena.
Ese Barça clasificado para octavos de final de la Champions como primero de grupo sólo provoca desesperanza. No es tiempo de coartadas, sino de sonrojo.