Gabi está tumbado en la acera a las puertas de la antigua escuela católica de Santa Brígida, enterrado bajo el saco sobre un cartón, con una brillante bufanda arcoirisada que le hace doble capa sobre la mascarilla, la capucha del anorak sobre un gorro negro y las manos, sin guantes, cruzadas bajo las axilas. Así y ahí, a la intemperie, ha pasado la primera noche de diciembre en Nueva York este colombiano de 47 años.

Son poco más de las siete de la mañana y ha dormido poco, pero eso es lo de menos. Lo importante es asegurarse de no perder el lugar en lo más adelantado de la fila. Porque detrás, como cada día últimamente, son cientos de personas, como él migrantes adultos sin papeles y solicitantes de asilo, en su abrumadora mayoría hombres y de países africanos, quienes hacen una cola que serpentea por la calle 7, dobla por la avenida B y dobla de nuevo y se pierde por la calle 8. Todos intentan que la ciudad les dé una cama en un refugio para los próximos 30 días. No todos van a conseguirlo.

Esta escena en esta esquina del East Village es el último recordatorio a la vista de la crisis que vive Nueva York. La llegada masiva de migrantes, más de 140.000 desde primavera del año pasado, ha hecho estallar las costuras de un sistema que ya estaba sobrepasado, superado por la combinación del sinhogarismo, la desigualdad rampante que dispara la necesidad de acudir a servicios sociales y un mercado de la vivienda desquiciado. Con más de 65.000 solicitantes de asilo acogidos en instalaciones municipales o pagadas por la ciudad, no dan abasto los servicios ni el presupuesto. Y el alcalde, el demócrata Eric Adams, está tomando medidas controvertidas.

Antigua escuela católica de Santa Brígida, en el East Village, donde los migrantes tramitan la petición de camas en refugio o pueden aceptar un billete gratis para irse de Nueva York. Idoya Noain


Las polémicas medidas de Adams

Desde mayo el primer edil lucha en los tribunales para intentar acabar con el «derecho a refugio» que desde hace más de cuatro décadas está en vigor en Nueva York y obliga a darlo a quien lo pida y por el tiempo que lo necesite. Y aunque ese proceso legal no se ha resuelto, a finales de septiembre la ciudad empezó a repartir entre los migrantes adultos que estaban en refugios avisos de que tendrían que abandonarlos en 30 días. Luego hay que volver a realizar la solicitud, como en el centro abierto en Santa Brígida, o pasar noches sueltas en instalaciones denominadas «áreas de espera», como una en el Bronx, donde se duerme en el suelo.

Adams insiste en que el cargo económico, que el ayuntamiento proyecta que supere los 12.000 millones de dólares en tres años, es inasumible. Ha aprobado recortes en otras partidas del presupuesto mientras sigue cuestionando y criticando la falta de una política efectiva, y un apoyo económico, del Gobierno federal y del presidente, Joe Biden. Y es cierto que las llegadas no cesan (entre 2.000 y 3.000 personas por semana en las más recientes), pero sus respuestas están provocando la denuncia y las alertas de grupos humanitarios y comunitarios que trabajan con los migrantes.

Estos advierten de que va a convertir a muchos de ellos en sintecho en medio del implacable invierno neoyorquino. Obligando a ese movimiento continuo entre refugios, además, es imposible que consigan una dirección estable donde recibir, por ejemplo, notificaciones sobre sus tramitaciones de permisos de trabajo o sus casos de asilo.

La crisis, además, promete empeorar. El ayuntamiento también ha extendido las limitaciones temporales de refugio a familias con niños, en su caso dando plazos de 60 días. Las primeras familias empezarán a quedar en la calle el 27 de diciembre. Y ahí saltan de nuevo alarmas, especialmente por los problemas que representará para los niños que ya habían sido escolarizados.

Efecto disuasorio

Aunque públicamente el consistorio no lo reconozca, sus medidas, más allá de las necesidades económicas, pretenden tener un efecto disuasorio y desincentivar a otros migrantes de llegar a Nueva York. Sí lo ha admitido la gobernadora, la también demócrata Kathy Hochul, que declaró: «Tenemos que dejar al mundo saber que hay límites«.

En el centro abierto en Santa Brígida también se ofrecen billetes gratis de avión o de autobús para irse a otro sitio en Estados Unidos, pero una investigación de la publicación local ‘The City’ ha comprobado que menos del 10% de quienes han pasado por este centro han aceptado marcharse. Esta semana, también según los datos obtenidos por ‘The City’, el porcentaje ha caído aún más, hasta menos del 1%.

Gabi es uno de quienes no tomará esa opción, ante todo porque tiene las citas judiciales por el asilo en Nueva York. Él dice que todo, del movimiento entre refugios a las colas a la intemperie o las condiciones en el centro del Bronx donde algunas noches ha dormido en el suelo es «terapia» para que la gente quiera volverse a su país, pero con él no hace efecto. «Esto es como un proceso, una inversión», explica. «Aquí no existe el sueño americano, pero me adapto«.