Hace algo más de una década venía a decir Guillaume Faye, filósofo y defensor del identitarismo francés, que «habíamos llegado a tener a los bárbaros cara a cara y que el enemigo ya no estaba fuera, sino dentro de la ciudad, y que las entonces dominantes ideología o civilización, paralizadas, eran incapaces de detectarlo.»
En los primeros años de este siglo XXI, se trataba de una cuestión de identidad, del origen de aquellos barros hoy transformados en lodos en la Francia del presente.
Ahora, extrapolado al Estado español, el asunto parece haber traspasado los límites de lo otrora impensable. Y lo peor es que la barbarie se presenta con tantos y tan diversos disfraces que nuestra sociedad anda desbordada, intencionadamente confundida y sin salida, ante el variopinto tsunami de miseria que nos asola.
La realidad, nuestra triste realidad, si aún no ha superado la ficción, no anda muy lejos de hacerlo y traernos aquellos mundos distópicos que nos descubrieron Zamyatin, Huxley u Orwell en la primera mitad del pasado siglo XX. Tal y como está el patio y recordando a Publio Terencio Africano en uno de sus proverbios, «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno.»
Así es, el enemigo y los enemigos están dentro, en las entrañas y corazón de esta podrida, desconocida y tambaleante España que, con continuas sacudidas de tensión –aquellas del gusto del ínclito Zapatero en la confesión a Gabilondo–, no hace más que desarmarse moral y espiritualmente a base de golpes de porras, imposiciones gubernamentales, leyes, decretazos y el despótico músculo de una tiranía que, imparable, avanza a marchas forzadas por todos y cada una de los estratos de una Nación rota, polarizada, parcialmente despedazada –por ahora– a la espera de la estocada definitiva que, sin duda, recibiremos con inesperadas fotos e irreversibles acontecimientos en un futuro no muy lejano. A estas alturas, no hay que ser un lince para deducir que si el Poder Judicial, también presionado y asaltado, no da un puñetazo en la mesa en los prolegómenos del conflicto institucional servido entre el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el guirigay montado va a ser descomunal, de órdago.
En otras palabras, la Ley de Amnistía va a quedar en meras anécdotas los efectos indeseados de leyes como la fallida y sesgada de «Memoria Histórica», la ideológica y vilmente adaptada de «Memoria Democrática» o la reductora de condenas y libertadora de presos del «Sólo sí es sí». Y miren que, analizando las consecuencias, el continuo despropósito de las citadas leyes había puesto el listón muy alto. En este panorama, todo es susceptible de ir a peor y superar los no muy alejados dislates legislativos.
Por otra parte, sorprende que estas recientes muestras de salvajismo, fiereza e inapropiados y violentos métodos de coacción vengan de la mano de los que supuestamente deberían protegernos contra todo aliado del insaciable Mal y el veneno inoculado en nuestra sufrida y desconocida Patria.
Evidentemente, me refiero a los que, por lo visto y golpeado en los alrededores de Ferraz, tienen la cuestión disciplinar y las órdenes del Ministerio de Interior o la Delegación de Gobierno en tan gran y estricta estima. Que conste que, siendo una persona admiradora de la disciplina, el orden y la ley, siempre antepondré dignidad y honor en todas y cada una de mis actuaciones. Cada palo –y no va con segundas intenciones– que aguante su vela.
En esta tesitura, es una lástima que, por otros lares patrios, no se haya aplicado ese mismo criterio para con las órdenes o, venido el caso, se apliquen con el rigor y la contundencia que arbitrariamente exhiben tanto el Ministerio de Interior como la Delegación del Gobierno de la capital. La voz del amo en este caso, la del ministro Marlaska o el Bildu-friendly Francisco Martín, parece haber hecho mutis por el foro en pretéritas situaciones en las que, con toda seguridad, los agentes echaron de menos las cargas, los gases lacrimógenos o la desatada e incomprensible violencia que han puesto de moda y manifiesto estos días tras el afirmativo y diabólico pulgar del delegado gubernamental.
Esa misma voz no se lo permitió entonces a pesar de posibles riesgos para la integridad física de los agentes y la imperativa demanda de respuesta en momentos de mayor tensión. Que lo escriba yo puede resultar parcial y sin fundamento, pero que sea la opinión de alguno de los «usuarios de la porra» con casi una década de servicio en la UIP parece harto convincente a la par que alarmante.
Lástima, por ejemplo, que, en costas españolas, las directrices gubernamentales estén impregnadas de ese buenismo y condescendencia para con los que hacen de la ilegalidad de su entrada a España y Europa –no lo olvidemos– una magnífica excusa para propósitos que poco o nada tienen que ver con el orden constitucional o la defensa de nuestras fronteras. Ahí –las cifras de inmigrantes y sus consecuencias están a la orden del día– la laxitud estatal, por desgracia, es la tónica general entre los que reparten estopa dictatorial a lo largo de carreras no exentas de abusos de autoridad en las inmediaciones de la sede de este autócrata PSOE.
Y todo ello ocurre en una sociedad a la que se le lleva negando el sentido común, el bienestar, la estabilidad en tantos aspectos de vidas erráticas que, en el exilio, la esperanza ha declarado su no comparecencia salvo en pacíficos intentos y denodados esfuerzos de oración que, para más inri, se han visto recompensados con amenazas, filiaciones, detenciones o esposas de la infamia, de esos grilletes opresores que, como en la orwelliana «1984», son del gusto de la policía del pensamiento antes de conducirte a la Habitación 101 después de haberte servido la ración de tortura de un despiadado O’Brien, el maquiavélico lacayo del sistema.
Independientemente de valoraciones personales –en las que no voy a entrar– de uno u otro tipo en la cuestión oratoria callejera y de los «nuevos brotes» de exégetas con repentinas interpretaciones de pasajes bíblicos en redes sociales, la amenaza, ahora, ya no es pensar, sino rezar, llevar un rosario y aliarse con la oración en un intento de detener el deshonor e indignidad en esta España herida de muerte tras una ley que, mientras proclama convivencia a los cuatro vientos, no hace más que recoger ira, discordia y crispación. A fin de cuentas, tensión, esa gestada por un poder que, como Orwell subrayó, significa causar dolor.