Imagínese que usted tiene 13 años. Es de noche y, tras un día en el instituto y quien sabe si de entrenamiento, ensayo con la banda o tonteo con algún compañero, se dispone a llegar a casa para cenar, como siempre, con su madre. Sobre su joven espalda soporta mucha violencia, la que su padre ha ido generando a base de palizas contra su pareja y también contra usted y su hermana. Gritos, insultos, golpes y miedo; sobre todo, un miedo aterrador. Porque aquí, no se libra nadie, ni nunca. Y todos lo sabían. Dentro y fuera de la familia, el círculo de amigos… También el sistema lo sabía.
De hecho, siete años antes, cuando usted solo contaba con seis, su padre ya había sido condenado por un «delito de matrato en el ámbito familiar» al haber agredido con patadas y puñetazos a su madre causándole múltiples policontusiones. La pena, tras un juicio rápido, fue de 42 días de trabajos en beneficio de la comunidad, la prohibición de llevar armas durante 16 meses, de aproximarse a la víctima a menos de 500 metros y de comunicarse con ella por cualquier medio durante 16 meses.
Hoy, a sus 13 años, si ha logrado resistir tras una caída de varios pisos imagine que se despierta completamente intubada en la UCI del hospital donde ingresó tras lanzarse al vacío para evitar que su padre la matara como acababa de hacer con su madre. De hecho, le cuesta varios segundos recordar. Recordar lo que pasó y porqué está así. Hasta que lo hace. Y el corazón se rompe en mil pedazos. Nunca se volverá a recomponer. Nunca. Porque lo ha hecho. Finalmente, él lo ha hecho. Ha impuesto su odio, su rabia y su enfermizo sentido de la propiedad al derecho de ellas a vivir. Y la ha matado.
Ojalá sobreviva
Ojalá esta niña sobreviva. Ojalá esta niña de 13 años tire hacia delante. Ojalá pueda abrazar a su hermana pequeña muchos años más. Ojalá la madre pudiera haber llegado a vieja. Ojalá administraciones, instituciones y partidos políticos no recorten jamás en recursos, ni en juzgados, ni en especialistas, ni en policía, ni en campañas de concienciación, ni en funcionarios, ni pisos protegidos, ni en pulseras para los maltratadores, ni en pancartas, ni en discursos, ni en decir las cosas claras, ni en señalar al culpable, ni en condenas duras… Ojalá no dejen a los maltratadores acercarse jamás a sus hijos: para que no les usen, para que no les dañen, para que no les quiten la vida. Porque todo hace falta, absolutamente todo, para que este insoportable dolor no se vuelva a repetir.