El asombro mueve montañas. El principal estudio psicológico sobre esta emoción la asocia a la «inmensidad percibida» y a la «necesidad de acomodación», entendido como aquello tan sorprendente que nos obliga a expandir nuestra compresión para asimilar lo que creíamos imposible. La fascinación y el temor han sido los dos motores que han propulsado la actual fiebre por la inteligencia artificial (IA). Aunque esta tecnología lleva más de una década impulsando grandes avances en sectores que van desde la biología a la automoción, ha sido su imitación de lo humano lo que la ha llevado a saltar a la cultura de masas.
El 30 de noviembre de 2022, hace un año, OpenAI decidió lanzar al mercado ChatGPT, un programa entrenado para interactuar como si fuese capaz de razonar. Basta decir que se trata de una simulación más o menos convincente. Sin embargo, el chatbot puso a los usuarios frente al espejo y despertó un asombro que ni la misma compañía podía imaginar. Prueba de ello es que muchos empleados de OpenAI ni se enteraron de la presentación de su producto. En tan solo cinco días, ChatGPT atrajo a un millón de usuarios, un hito que a Facebook le costó 10 meses. Eso la ha convertido en una de las aplicaciones de mayor éxito de la historia. Un año después, ya supera los 180 millones de usuarios.
Su meteórica popularidad llevó a una eclosión de la IA generativa, entrenada con un océano de datos extraídos de internet para crear todo tipo de contenidos. En pocas semanas empezó a florecer un ecosistema de nuevas ‘apps‘ capaces de generar texto, imágenes, vídeo o audio con base en las peticiones de los usuarios, alimentando así el asombro social. «En 2016 ya teníamos esta tecnología avanzada, pero el factor diferencial ha sido ponerla en una interfaz sencilla con la que todo el mundo pueda interactuar», explica el informático teórico Josep Maria Ganyet.
Batalla empresarial
El éxito de ChatGPT también desencadenó una frenética carrera entre los gigantes del sector. Microsoft fue el más listo: invirtió de golpe 10.000 millones de dólares en OpenAI y acordó integrar la IA a sus servicios. Presionada por ese movimiento, Google se vio abocada a reaccionar y lanzó su propio chatbot, Bard, para tratar de neutralizar a su rival. Pesos pesados como Meta o Amazon también se han apuntado a esa batalla competitiva y ‘startups’ emergentes como Anthropic se han visto beneficiadas por la fiebre de la IA. Ninguna empresa tecnológica quería quedarse sin colonizar una mina de oro que, según estimaciones, podría disparar el valor de la industria hasta los 180 billones de euros para 2030.
Esta revolución comercial ha supuesto un cambio tectónico en el sector. Durante las dos últimas décadas, el lema ‘facebookiano’ «Muévete rápido y rompe cosas» ha sido un dogma para los gigantes tecnológicos. No había sido así en el campo de la IA, reservado a la investigación científica bajo llave. «Proteger la IA de las fuerzas del capitalismo era visto por muchos como una prioridad absoluta», apunta ‘The New York Times’. El triunfo de ChatGPT ha sepultado esa mentalidad y ha acelerado la prisa para crear productos supeditados al mercado.
La competición empresarial por el dominio de la IA también ha disparado la opacidad. «Mientras su impacto social aumenta, la transparencia disminuye», asegura el informe anual de la Universidad de Standford, que advierte de que esta tendencia repita el «fracaso» democrático de las redes sociales.
Controlar el relato
La promesa de un crecimiento infinito alimenta la insaciable voracidad del sector. Esa ansia comercial se ha apoyado en una campaña que ha vendido la IA como algo mágico e inevitable. «De forma intencionada, OpenAI ha hecho un juego psicológico en el que ha atribuido a ChatGPT propiedades que no tiene», advierte Ganyet. «Ni lee, ni piensa, ni razona». Aun así, esa apuesta marketiniana ha contribuido a disparar la inversión en ‘startups’ de IA y a incrementar la capitalización bursátil de las ‘Big Tech’ en 2.400 millones de dólares, según un informe de la empresa de capital riesgo Accel
El funcionamiento de este ‘software’ conversacional, al que se ha comparado con «loros estocásticos», se basa en cálculos probabilísticos que unen palabras hasta construir frases con significado. Aun así, la máquina también comete errores y puede presentar como ciertas informaciones que se ha inventado, un fenómeno conocido como «alucinaciones«. Meta lanzó su asistente antes que la firma de Sam Altman, pero la gravedad de los fallos que cometía la obligaron a retirarlo tan solo tres días después.
Riesgos y regulación
La IA generativa podría alterar parte importante de nuestras sociedades como el mercado laboral. Esa transformación entraña riesgos como los sesgos, la desinformación, el impacto climático, las ciberestafas, la violación de la privacidad o de los derechos de autor. Sin embargo, los gigantes del sector han optado, premeditadamente, por alimentar el ‘hype’ y el miedo a hipotéticas amenazas con la intención de secuestrar la atención y vender más.
Sea real o infundamentado, el temor ha convencido a los dirigentes globales, desde Estados Unidos a la Unión Europea, a impulsar la regulación de esta tecnología. A su vez, los gigantes tecnológicos han reforzado sus mecanismos de presión e influencia sobre las autoridades para que las nuevas leyes no perjudiquen su negocio, con cierto éxito.
Prever el futuro es imposible, pero el culebrón protagonizado la semana pasada por OpenAI deja claro que el futuro de la IA está supeditado a los vaivenes de un puñado de empresas y líderes mesiánicos que concentran cada vez más poder. Ganyet advierte: «No deberíamos confundir el progreso tecnológico con la prosperidad».