Decía san Ignacio de Loyola que en épocas de incertidumbre no conviene hacer mudanza. Se trata de un consejo atemporal que puede leerse del siguiente modo: cuando el ruido nos turbe conviene dejar de lado lo accidental y fijarse en lo esencial. Para una sociedad, se diría que el ruido es la política y sus enfrentamientos, más o menos ficticios, o alimentados artificialmente por los intereses de unos y de otros, mientras que lo importante es la vida cotidiana: el estado de nuestros servicios públicos y de las infraestructuras, la abundancia del empleo, la mejora de los salarios y de las pensiones, el ahorro como virtud intergeneracional, el medio ambiente, la limpieza en las calles y la seguridad ciudadana… La vivencia inmediata de nuestro día a día, que no se mide con la contabilidad de los presupuestos, sino con la experiencia del trato humano, de la preocupación real por el ciudadano y sus necesidades.

Una parte notable del malestar social que padecemos desde hace ya unos cuantos años nace de la manipulación ideológica que llevan a cabo las elites, la forja de un discurso victimista y agresivo a la vez que busca continuamente chivos expiatorios a los que culpar. Hay algo adolescente y maligno a su vez en el uso retórico que presentan, la búsqueda frenética de la voladura de cualquier puente entre los distintos. Otra parte notable de este malestar nace de la pérdida de los estándares: los de la nobleza y la vida digna, por un lado; los de la calidad de vida, por el otro. Quizás nunca antes se había hablado tanto de solidaridad y de políticas virtuosas, y quizás nunca antes hemos asistido a la aplicación de unas políticas tan centradas en levantar muros. A veces conviene no exagerar, pero tampoco negar las evidencias. El declive de la clase media, en un proceso que se adivina imparable y apunta a la proletarización mayoritaria de la ciudadanía. El endeudamiento masivo, unido al invierno demográfico, nos habla de un futuro sombrío, que recuerda a los cuerpos ya faltos de vigor, que inician su descomposición.

Atender a un enfermo grave debería conducirnos de nuevo al consejo de san Ignacio. No cambiemos lo que funciona; reformemos, en cambio, aquello que nos merma y nos divide. Empecemos por lo principal, que es lo cercano, lo que realmente nos urge. El lamentable estado de la educación, por ejemplo, agravada tras la aprobación de un currículum competencial (Suecia y Escocia nos marcan el camino). O la insostenibilidad de las pensiones a medio y largo plazo, necesitadas de unos ajustes que van más allá de la subida fiscal de las cotizaciones. O quizás aún más urgente, un decreto antiburocracia, que libere una enorme cantidad de energía aún contenida en el subsuelo de la sociedad. Desarrollar políticas generosas destinadas a contar con un parque de vivienda asequible constituye una prioridad innegociable. Las derivadas de la defensa de la familia y la natalidad resultan indiscutibles, al igual que recuperar las antiguas virtudes de las cuentas de la vida. Como sostiene el viejo dictum, las libertades son resistencias. No hacer mudanza quiere decir también resistirse a unos cambios que quieren destruir el hogar de la democracia, la memoria del bien que se ha construido en común.