Si es que verdaderamente existe un canon cultural occidental que puede interpretarse formalmente único en su variedad, en las últimas décadas ha perdido parte de su magnetismo irradiante y es, precisamente, el efecto que se trasluce en las sociedades occidentales cuando asume nuevos retos culturales. Si bien debemos añadir que entre esos compromisos unos son aceptados en su integridad y otros están sujetos a permanente debate.
Uno de los dilemas de este asunto polimórfico y de tantas caras, por ejemplo, alude a la importancia del esclarecimiento respecto al canon, en el hecho crucial de si el canon artístico debe valorarse por su propia significación artística o si además el valor del arte debe agregarse el valor nativo relativo a circunstancias tales como la procedencia del origen, pertenencia a raza, sexo, ideología y religión, o incluso cualquier otra cualidad a la que pueda o pudiese atribuirse a un grupo humano.
Por comenzar por algún lado, nos ceñimos a la literatura referenciándome en el texto de Harold Bloom, El canon occidental, editado por la Editorial Anagrama en 1990. Este canon como sabemos es un canon literario que despertó un gran interés, y, en su momento, sometido a un encendido debate. De esa obra hay que decir que, incluso antes de su edición, causó una gran expectativa por lo mucho que se esperaba por aquel entonces del prestigiado Harold Bloom. Suponemos por el reflujo y sentido de lo que la literatura representa en la actualidad, aquellos debates por su alcance nos parecen hoy irrepetibles.
O por expresarlo desde otra perspectiva, dicho debate hubiera mutado y con seguridad desembocado ineludiblemente en el fondo de la trinchera extraliteraria. Porque la perspectiva de los departamentos de literatura inflamados de revisionismo hubiera concernido a la de los «gender studies» y estudios decoloniales. Subrayando aspectos sensibles a las preferencias del dogma de lo políticamente correcto.
Parece un revisionismo urdido por una inquisición correctora de obras de los siglos pasados para juzgar el pasado literario y como aviso a navegantes. Lo curioso es que los genios del pasado son corregidos por funcionarios de la escritura. Nada más penoso cuando se trata de arte y belleza. Es seguro que estos correctores tendrían dificultades en explicar qué es belleza o arte. La historia de la literatura en síntesis estudia e interpreta los monumentos literarios más notables del pasado, pero es un error reinterpretarlos y reeditarlos tal como nos hubiera gustado. Dejémoslos dormir hermosamente en la profundidad del pasado.
No está en su juicio ni en su potestad retocar moralmente la posición canónica de una línea o de una expresión, como hacía Camilo José Cela, que fungía de policía amanuense de la censura franquista de lo «políticamente correcto». Cualquier corrección de una obra de arte en algunas de sus formas es un atentado al arte. Y lo políticamente correcto infecta la obra hasta pudrirla y hacerla repudiable, por el mismo hecho de intrusismo y porque es una corrección espuria post-scriptum. El abordaje de la obra literaria como lo hizo Harold Bloom está al alcance de quien decida abordarla.
Como monumentos literarios que son las obras del canon, calificar las columnas del templo de Luxor porque pudiera insinuar formas fálicas sugiere la aprobación de la voladura de los Budas de Bamiyan por argumentos de similar genealogía. Al fin y al cabo, se trata de una revisión del pasado desde el presente. Dejemos dormir el pasado en la profundidad del pasado. El revisionismo comienza con formas de prurito falsamente modernizante y acaba en el absurdo. Resulta tentador por lo cómodo la supresión, corrección, o sustitución eufemística de parte de una obra apelando al buen gusto del relato moral dominante y se termina con la asfixia del arte y por intermediación de la libertad.
Dejemos, así pues, el pasado donde el pasado reposa. Podría ser mucho más proteico que el cambio de las nuevas y justas sensibilidades requeridas por la sociedad procediera de las obras de los nuevos genios emergentes que mediante el borrado parcial de la memoria artística.
Cuando fue publicado El canon occidental la literatura concitaba todavía, pero sería por breve tiempo, un vivo interés social y político. La literatura alcanzaba e influenciaba aspectos sociales y políticos. Desde sus páginas estimulaba la justicia social y cómo decirlo, la mera libertad por la libertad y que sintetizaba la más alta aspiración del artista: «El arte por el arte». Causa extrañeza no exenta de nostalgia considerar cómo la literatura ahora ocupa un lugar descentrado, por decirlo con benevolencia.
La literatura que forma parte del gran mosaico de la cultura, desprovista ya socialmente de su poder taumatúrgico con la que deslumbró, de su importancia histórica, la literatura impregnó por completo el siglo XX al que aludo por lo que nos toca. Puedo alegar que la literatura puede calificarse, sin que pueda ser acusado de extravagante, como un subgénero cuyos vestigios paleográficos se exhiben en monumentales templos que hicieron época como la Livraria Lello, de Oporto o, el Ateneo Grand Splendid, de Buenos Aires. Hoy convertidas en museos de las letras para visitas de curiosos y extraños que buscan emociones artísticas pasadas. A ellas se asiste, al fin y al cabo, como se asiste a un museo de paleontología donde se registra la métrica de la profundidad escritural del pasado.