Las últimas personas sin techo que recogieron sus enseres y abandonaron el centro de Palma pernoctaban sobre el parking de la plaza Mayor, en un hueco ahora enrejado y decorado de verde. Si bien es cierto que la acumulación de basura y problemas con las adicciones fueron quejas constantes de los vecinos, es de justicia señalar que la disminución de personas sin hogar en el centro histórico se debe al proceso de turistización de la ciudad -los datos del censo municipal certifican asimismo la espantada de vecinos y la desaparición de comercios tradicionales en el centro- y a la cada vez mayor presencia de mobiliario público urbano diseñado para disuadir a los ciudadanos más vulnerables que necesitan un espacio para tumbarse y pasar la noche.

Así lo certifica también Marga Plaza, responsable del programa Sense Llar y coordinadora de la Unidad Móvil de Emergencia Social (UMES) de Cruz Roja, servicio bajo el paraguas del Institut Municipal d’Afers Socials (IMAS) del Consell. «Hace unos trece años, cuando salíamos a hacer el servicio, muchas personas sin hogar se concentraban en la zona del Borne, Ramblas, Olmos, Sant Miquel o Jaume III. Esto ya no es así, se ha producido un desplazamiento», considera.

Los argumentos de Plaza se centran en la «arquitectura hostil» de los nuevos bancos de la calle, muchos de ellos individuales. «Además, los residentes colocan pilares en los portales de los edificios para que no pueda instalarse la gente y por otra parte muchas sucursales bancarias que tenían cajero están cerradas». La coordinadora de la UMES va más lejos en su justificación. «La turistización también ha tenido que ver. Las tiendas de lujo, hoteles, los restaurantes de calidad ponen herramientas para que estas personas no estén ahí», apunta.

Voluntarias del IMAS, en el recuento nocturno 2023 de personas sin hogar en Palma. Manu Mielniezuk


¿Dónde se concentra en estos momentos la mayor parte de sin techo en Palma?

«En zonas cercanas a centros de acogida como Ca l’Ardiaca», asegura la técnica, quien prefiere no citar ubicaciones concretas. Quien conoce Palma, sabe de las chabolas cercanas a Carrefour y Ocimax, el asentamiento del final del Parc de sa Riera o las barracas frente al complejo Riskal, además de los sin techo que residen en la antigua cárcel, donde ya se concentra un importante número de personas.

Después de cuatro años, la noche del pasado jueves se llevó a cabo el recuento de personas sin hogar en Palma con la ayuda de 200 voluntarios. Se dividió el trabajo en 88 zonas y se crearon 60 equipos. El encargado de actualizar el censo de la antigua prisión se desbordó, «se superó la previsión», dice Plaza.

Donde también se están detectando más pernoctaciones es en la Vía de Cintura, zona que inspeccionó DIARIO de MALLORCA junto a uno de los equipos. «No es un fenómeno nuevo, pero sí se está aprovechando al máximo la arquitectura de esta vía», sus puentes o las medianas ajardinadas de los carriles de aceleración o deceleración. En un simple recorrido, este periódico contabilizó una decena de barracas: varias en la salida de Valldemossa e incluso en la conexión con la autopista hacia el aeropuerto, otra en la de Sóller, dos más en la de Son Gotleu y algunas más -e incluso un coche- en la zona de Son Fortesa-calle Aragón.

Son espacios por donde apenas pasa gente, «donde quizá se sienten más seguros y protegidos» de los ojos ajenos, de las miradas de desprecio e incluso de agresiones. «El 46% de las personas sin hogar han sufrido amenazas y agresiones en la calle», subraya Plaza.




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Personas sin hogar que viven en la Vía de Cintura de Palma

El testimonio de Remigio, ‘El Gallego’

Es el caso de Remigio Rúa Rodríguez. Su perro, Zeus, le espera en casa, un Volkswagen gris plateado estacionado en la calle Blanes Viale, adosada a la Vía de Cintura a la altura de la calle Aragón. «Llámame Remi, también me conocen como El Gallego. Soy de Galicia, tengo 51 años y llevo en Mallorca desde 2001», rompe el hielo. «La calle es más dura que la vida», advierte como preámbulo al relato de una experiencia traumática. A Remigio intentaron quemarle vivo. «Yo antes dormía frente al Eroski y justo ese día no estaba por allí. Un grupo de chavales prendieron fuego a mis cosas, a mi cama, yo podría haber estado durmiendo. De hecho, todo el mundo dio por hecho que yo había muerto calcinado. Vinieron los bomberos, la policía. Y entonces aparecí yo bien vivo», cuenta.

Cuando llegó a la isla empezó a trabajar en la construcción, levantando pisos y chalés. Pronto empezó a traficar con droga, «en Galicia sabemos de eso». «Mi gran problema es que soy alcohólico y drogadicto. Ahora ya no fumo caballo y también dejé la metadona, pero alguna rayita de cocaína cae de vez en cuando, por qué voy a mentir».

Su ingreso en prisión le pasó mucha factura. «Estuve diez años por traficar. Me pillaron con seis kilos de coca. Alguien me traicionó, me vendió a la policía», afirma. En octubre de 2019 salió en libertad. Desde entonces vive en la calle y la enfermedad se ha cruzado en su camino. «Tengo tres vértebras rotas, estoy operado del estómago, tengo ciática, retención de líquidos y cirrosis», enumera. «Cogí un virus y tuve una úlcera que me puso al borde de la muerte».

Remigio ha intentado desintoxicarse del alcohol, «pero eso de la terapia de grupo no me gusta, me bloquea la mente escuchar los problemas de los demás porque los absorbo, se me quedan dentro y me provocan más tensión y ansiedad».

Remigio Rúa vive en un coche muy cerca de la Vía de Cintura de Palma. Manu Mielniezuk


Ahora mismo cobra un ingreso mínimo, la renta social garantizada -la resoga-, «pero no me dejan alquilar ni una habitación ni dormir en un albergue por el perro, y yo te juro que prefiero morirme de frío que vender o dejar a Zeus. Somos inseparables», subraya. Remigio tiene familia, pero está lejos. «Mi hijo está en Galicia, Christian, lo llevo aquí tatuado. Pero yo siempre he sido un alma libre», confiesa, dejando vacíos de su biografía sin exponer. «Conozco media Europa, vendía droga a las princesas de la noche», dice, refiriéndose a mujeres que ejercen la prostitución. «Mi estancia en Italia, Alemania o Francia me sirvió para aprender idiomas y ahora cuando en el Eroski del barrio los trabajadores no entienden a clientes extranjeros me avisan para que traduzca. El otro día hice con unos alemanes una compra de 150 euros y me invitaron a una hamburguesa y me dieron 15 de propina», narra. Durante el día, Remigio está con Zeus frente al supermercado con un bote por si alguien quiere dejarle la voluntad. «Yo no molesto a nadie ni pido dinero. Si llego al coche sin nada, me quedo igual de contento». Las noches las pasa en el bar El Muro o en la plaza de enfrente.

«La calle es muy dura», abunda El Gallego, «he visto maldad lo que no está escrito: me han intentado quemar, me han echado de malas formas de muchos sitios cuando yo soy más persona que muchos», lamenta. Se sienta en la parte delantera del coche que le han prestado para vivir. Acaricia a Zeus. Cierra los ojos un momento y pide un deseo: «El día que encuentre una cama, me tiro durmiendo un mes entero», asegura entre risas tristes.

Chabolas tras las vallas publicitarias

A menos de un kilómetro, tras los grandes carteles publicitarios que preceden la entrada de la Vía de Cintura en Aragón, se levantan cuatro chabolas endebles. «Hola, ¿hay alguien ahí? Traemos comida». A las llamadas de las voluntarias del IMAS para hacer el recuento de personas sin hogar en la zona, únicamente responde Florian Dometro. «Aquí vivo bien. Tengo la resoga, pero este mes ya me lo he gastado porque fui a Rumanía a hacerme papeles, perdí todos mis documentos», cuenta. «Aquí vivimos tres rumanos y un español. Ahora uno de ellos está aquí, pero duerme, está cansado, trabaja en la construcción», responde a las voluntarias Aurora Barros, Paula Vílchez y Ana Sales. «Yo no trabajo ahora mismo, estoy viejo, tengo 58 años, pero también estuve en la construcción», reconoce. «Tengo ocho nietos e hijos con los que mantengo el contacto». Florian evita hablar de los motivos por los que terminó en la calle. «En 2011 tenía pagada mi casa. Ahora voy a ducharme al piso de mi hija Micaela, que vive con un mallorquín».

Florian, en las chabolas de la calle Aragón de Palma. Manu Mielniezuk


Es habitual que las personas sin hogar eludan hablar de muchos capítulos dolorosos de su vida y que en caso de adicciones no deseen ser ayudados inmediatamente. «Han perdido la confianza en los recursos públicos y en las relaciones personales muchas veces. Hay que crear vínculos de nuevo con ellos y respetar sus ritmos para ayudarles bien», propone Marga Plaza de la Cruz Roja.

En el recuento de personas sin hogar de 2019, el censo alcanzó las 207 en Palma. «Nuestra previsión tirando hacia arriba es que cuatro años después haya unas 470», calcula. Sin embargo, Plaza se refiere también a un sinhogarismo oculto que afecta sobre todo a las mujeres, «que aguantan situaciones muy adversas para no acabar en la calle, como maltratos o prostitución». «Cuando llegan a la red de ayuda son muy vulnerables: están más expuestas a las agresiones físicas, a los abusos sexuales y a las relaciones de pareja tóxicas».

Por último, la técnica da fe de que ganan peso los casos de sinhogarismo por exclusión residencial, «de personas con trabajo que no pueden pagarse un alquiler». «También hay cada vez más familias que se ven forzadas a vivir en infraviviendas. Cuando hay menores ponemos en marcha un protocolo», concluye.