Felipe VI demostró por activa su contrariedad en la jura de Pedro Sánchez, con quien no cruzó la mirada. Puso la cara que se merecen quienes le insultan y ponen motes en las manifestaciones contra la amnistía
Qué mala cara la del Rey el viernes pasado, en la jura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno de coalición. No hacía falta tener ningún máster en psicología y comunicación no verbal para deducir de su lenguaje corporal que estaba de un humor de perros. Con el real ceño fruncido, miraba al socialista sin verle mientras éste ejecutaba el acto protocolario y no hizo ni el menor amago de corresponder cuando el recién reelegido le dirigió unas palabras de cortesía antes de la foto. Una foto que si se enmarca y se coloca en la Moncloa deberá situarse detrás de algún jarrón voluminoso, quién desea recordar tanta tensión y malas vibraciones. Cualquiera intuiría que al jefe del Estado no le ha entusiasmado el resultado de la investidura que da inicio a un nuevo mandato en democracia. Cualquiera pensaría que a Felipe VI le gusta la fruta, que se dice en estos tiempos en que los políticos injurian sacando pecho de su falta de filtros y se rodean de hooligans muy maleducados que les ríen las gracias. El Rey, hasta ahora un profesional de la neutralidad, se mostró alejado de su habitual templanza. Me pregunto qué esperaba. Quizás el milagro matemático que no se produjo cuando encargó formar una mayoría a Alberto Núñez Feijóo, pero a la inversa. Con lo contento y sonriente que estaba en el cumpleaños de la Princesa de Asturias, con la negociación de Sánchez sobre la amnistía a los independentistas catalanes ya viento en popa, tal vez confiaba en un giro de guión que llevara a un descarrilamiento en plan Speed. En el gran día de Leonor, la que tenía cara de pocos amigos era la Reina Letizia, y luego supimos por la prensa cortesana que había pasado mala noche por los nervios del momento. Mi madre solía añadir la coletilla «como tres y dos son cinco» cuando nos comunicaba una decisión que no tenía vuelta de hoja, y que no nos competía cuestionar. Que tres y dos son cinco y que el que suma escaños gobierna es lo que hay, con morros o sin ellos.
A quién iba destinado el mensaje del real ceño fruncido es la pregunta. Imagino que al monarca no le deben gustar los eslóganes irrespetuosos que se le dirigen últimamente en las concentraciones ante las sedes del PSOE. Ver personas envueltas en banderas rojigualdas increpándole y poniéndole motes lamentables en las redes sociales constituye un plato de mala digestión para alguien como él, acostumbrado al respeto; por mucho menos se ha condenado a cárcel a un rapero en este país. Pero hay que defender la libertad de expresión siempre y tener paciencia con los antisistema, que lo mismo queman a Sánchez en efigie, que sacan una pistola en una manifestación y se enfrentan con violencia a la policía, que firman un manifiesto jubileta golpista. Hay que ponerles a ellos la cara de desagrado, para que se enteren de que tres y dos son cinco en las reglas del juego. Esta vez no solo no han conquistado una mayoría suficiente, sino que en sus siglas más ultras han visto mermado el respaldo electoral, de manera que coincidir con ellos en contrariedad es complicidad inmerecida y un mal negocio.
Estábamos muy pendientes de leer la faz de Felipe VI en la jura el martes de los ministros y ministras del nuevo Gobierno, y qué gran diferencia: una sonrisa. Alguien que le quiere le habrá dicho que nos había dejado preocupados con esa cara de sentirse a tan disgusto con la parte de la normalidad democrática que le corresponde representar.