Treinta y dos minutos a 60 grados para cocinar un pichón “desnudo como la verdad”, dice Santi Carrillo. El sumiller del Corral de la Morería asegura que es uno de los tres mejores pichones de España. Se reserva la identidad de los otros dos. Pero cuesta creer que se pueda encontrar nada más fino que estas pechugas rosas, prietas pero jugosas, con un poco de piel marcada en la base y sus dos muslitos a la vera.
Este pichón, o el cocido madrileño sublimado que llegó antes, la asombrosa torrija final, o los vinos seleccionados por Carrillo –como el aromático y singular tinto manchuela de la casa, La Casilla– marcan el nivel de excelencia del restaurante dirigido por David García. Este cocinero bilbaino formado en los fogones del familiar restaurante Támesis de Bilbao, discípulo de Adrià y sobre todo de Martín Berasategui, consiguió en 2018, tras su paso por el recordado Álbora, que el Corral fuera el primer tablao en recibir una estrella Michelin. Un reconocimiento que el Corral conserva, y que hoy ostenta junto con tres soles Repsol, un Premio Nacional de Gastronomía a la mejor dirección de sala o el de la Asociación de Cocineros y Reposteros de Madrid al mejor restaurante de 2022.
Cinco años después, todavía sorprende a muchos que un tablao pueda contar con una propuesta gastronómica de primera categoría. Buena parte del público madrileño sigue considerando este tipo de establecimientos simples trampas para turistas donde se da gato por liebre al guiri tanto con la comida como con el espectáculo. Afortunadamente, el cliché ya no se sostiene. Los turistas no son tontos. Hoy cuentan con la opción de hacer justicia con una reseña vengativa. Y la mayoría de tablaos están desde hace mucho tiempo comprometidos con la calidad de su oferta.
El Corral de la Morería siempre lo estuvo. Forma parte de esos locales señeros creados en los años 50, cuando llegaron los norteamericanos –los de las bases y los del cine–, y que hicieron posible la profesionalización de cantaores y bailaores de toda España.
Comer bien y ver bailar a los mejores
«Nuestras pasiones son el arte, fundamentalmente el flamenco, y la gastronomía, y hemos querido buscar la excelencia en ambas», explica Juan Manuel del Rey, director del Corral y presidente de la Asociación de Tablaos Flamencos de Madrid. «Al final, si traes a los mejores artistas del mundo en su género, tienes que trabajar para que todo lo demás esté a ese nivel».
En efecto, por el Corral de la Morería han pasado y pasan nombres punteros del flamenco de hoy como Jesús Carmona, Patricia Guerrero u Olga Pericet. «Nosotros solo trabajamos con este nivel de artistas. Todos tienen sus propias compañías, actúan en los mejores teatros del mundo, y muchos de ellos solo vienen a este tablao, porque es un escenario muy especial, el escenario más importante de la historia del flamenco. Aquí Paco de Lucía presentó ‘Entre dos aguas’. Aquí subió Camarón por primera vez con 13 años», abunda Del Rey.
El escenario es el mismo que cuando el Corral se inauguró hace 67 años. Un reducido cuadrilátero presidido por el cuadro de Juan Barba Pelando la pava. El jueves, Día Mundial del Flamenco, su tarima atronó divinamente con el zapateado de José Manuel Molina y Rafaela Carrasco, pupilo y maestra en el Conservatorio Superior de Danza María de Ávila de Madrid.
Hace mucho que la sevillana Carrasco, finalista al premio Max a la mejor coreografía por su espectáculo Nocturna y Premio Nacional de Danza en la categoría de creación en este 2023, cambió los tablaos por los teatros. Pero para esta fecha tan señalada y para este lugar tan especial ha preparado una propuesta en tres movimientos donde compensa la carencia de escenografía, de vestuario, de dramaturgia, y del apoyo de su compañía, a los que está acostumbrados en propuestas como Nocturna, a base de pasión, genio y talento.
Del teatro al tablao por una noche
«Hacía mil años que no hacía tablao. Mi hábitat natural es el teatro, y yo ahí sí me siento comodísima. Pero esto es estar al desnudo, como estar en el abismo todo el tiempo, una incertidumbre de a ver qué pasa. Pero hay una conexión de todo el mundo, un vocabulario común, un diálogo general en el que nos respiramos unos a otros y aunque pasen cosas, que pasan, enseguida nos enganchamos. Si el cante no entra, o la guitarra entra en otro sitio, te respiras, te miras. Entonces tú sabes cómo entrar y salir, cómo improvisar, cómo enganchar, cómo pedirle al cantaor que entre la letra nada más con un gesto, o pedir la música yendo hacia la guitarra. Hay una comunicación no verbal que es impresionante. Es magia», explica la cantaora.
En el tablao aguardan tres sillas con sendas chaquetillas colgadas del respaldo. Representan los tres personajes que ha imaginado Carrasco, y a su vez los tres palos que ella y su cuadro (el bailaor Molina, el guitarrista José Luis Medina, y los cantaores Antonio Campos y Gema Caballero) desarrollarán en su actuación. Primero por soleás, un palo concentrado, lento y profundo; después con el fiestero garrotín, que Carrasco ejecuta deliciosamente con su sombrero como pareja de baile; y finalmente por cantiñas, frescas y luminosas.
«Normalmente en los tablaos te haces un número, te bajas, te cambias de ropa, se hace un solo de cante, de guitarra, te subes, se hace otro baile, y yo no quería eso, quería hacer una pequeña dramaturgia, por llamarlo de alguna manera», cuenta Carrasco. «Que nadie se moviera de escena, que cada chaqueta fuera un personaje diferente, que te metiera en un carácter también del baile que vas a interpretar, y crear una pequeña historia, muy simple, porque realmente no te permite crear mucha parafernalia, pero vas creando, la gente te va viendo, te colocas en otro lugar, te haces una pequeña película…».
Saltan chispas y lentejuelas
Carrasco parece una más del quinteto, pero es en realidad su líder indiscutible y un tanto maternal. Cuando se levanta de la silla y comienza a bailar, chasquea la lengua: es un metrónomo humano que activa el mecanismo del conjunto, la dinamo de ese arte compuesto que es el flamenco. «De cero a mil en tres segundos», describe, sentada a una mesa del Corral al terminar su primera actuación, con la respiración todavía agitada, mientras alrededor el numeroso personal de sala se afana en preparar el servicio del segundo turno de cenas y espectáculo.
De la aceleración de cante y movimiento saltan chispas y lentejuelas que quedan esparcidas por la tarima del tablao. Tras uno de los solos de José Manuel Molina, el bailaor, exhausto y exultante, se sitúa junto a la silla de Carrasco, que le aferra la pantorrilla como si fuera un purasangre al que hubiera que sosegar.
Son dos torbellinos que apabullan y emocionan con su presencia física y su virtuosismo, pero también con una mirada clara y larga que acapara la atención del espectador. «Unas veces es lejana y otras retadora, y a veces es para dentro, cuando no puedes mirar para fuera porque estás dentro de ti. Es un viaje que se hace todo el tiempo», asegura Carrasco. Para ella, la clave del baile está en el interior de quien lo ejecuta. «El flamenco se trata de identidad. Sobre todo el de aquí, el tradicional, es individual, y tienes que tener algo que contar, un mundo interior. Eso es muy importante, y no te lo da nadie: te lo dan muchas horas de trabajo en solitario».
«Esa es la magia de un sitio como el Corral», tercia Juan Manuel del Rey. «En los espectáculos de flamenco de los grandes teatros se pierde un poco eso, y lo maravilloso de un sitio como este es que puedes disfrutar de artistas como Rafaela de otra manera, viendo a través de la mirada todo lo que lleva dentro». Carrasco al desnudo, como la verdad y como el pichón.