Un personaje al que todos deberían conocer. Casi toda su vida ha transcurrido entre el Casco Antiguo de Alicante, en el Barrio, cerca de las murallas lucentinas. Toda una vida dedicada al comercio. Antes fue pintor, como su padre, un hombre que cambió su trabajo de anudar cuerdas de cáñamo por la brocha gorda. Se jubiló hace dos viernes tras casi cuarenta años de servicio como dependiente detrás de un mostrador exclusivo para caballeros. Esta es la historia de un vecino solidario, que cada día, temprano, o algo más tarde, se posa para tomar su primer café en la barra de Tomás «El Churrero», en la alicantina Calle Mayor, que es más que otro amigo, casi su segundo padre.

Pedro Salvador García González (Crevilllent, 1960). Su familia trasladó su residencia meses después a Alicante. El padre, oriundo de Águilas (Murcia), trabajó en el cáñamo fabricando maromas para barcos en los pueblos de Pulpí y Jaravilla, en la provincia de Almería. Se trasladó a Crevillent. Ahí siguió con las cuerdas y el esparto. Y en esa ciudad conoció a Concha, la madre de nuestro protagonista, que trabajaba en una fábrica de alfombras, nacida en Andorra de Teruel, arribada a esta tierra por el traslado profesional de su padre. Se casaron y, poco después, decidieron trasladarse a Alicante. Se instalaron en un pisito de la calle César Elguezabal. El matrimonio tuvo seis criaturas: Pedro, Justo (ya fallecido), Inmaculada, Luz del Mar, Yolanda y el benjamín, Ramón, que ejerce de capataz de capataces en la Hermandad Nuestro Padre Jesús. Afincados, unos años más tarde, en el Casco Antiguo, el progenitor de la saga trabajó como pintor de brocha gorda hasta su jubilación. La madre, prima de la familia Riquelme (David, Saoro, Maruja y Ramón) dedicada, entre otras cosas, a la elaboración de paellas gigantes por aquí y por allá, bastante tenía con cuidar de su tropa, que no es poco.

Pedro García asistió al colegio La Aneja y a un centro educativo situado en el distrito de Campoamor con el nombre de un falangista, pero acabó en la Formación Profesional. Se formó en oficialía, en la rama electricidad, en el Instituto Politécnico; pero acabó entre paredes y techos, cargado con una escalera, en el nuevo oficio de su padre, como aprendiz de pintor. Ahí anduvo hasta el servicio militar en un cuartelillo de Casetas (Zaragoza). Su experiencia con la brocha y la lija le evitaron muchas guardias y le facilitaron permisos.

Regresó a Alicante con la cartilla militar blanca, inmaculada. Encontró trabajo como dependiente en «Julio el Madrileño», un comerciante que llegó a tener muchas tiendas de venta de ropa y hasta más de medio centenar de empleados. Allí estuvo siete años. Ya tenía novia, Mari Ángeles Navarro Calabuig, entonces estudiante de Geografía e Historia, como su íntima amiga Mariemi Bermejo. Se conocieron en una tarde de estío en la discoteca «Il Paradiso», cercana a la playa y algo lejana de la ciudad. Parece que fue un flechazo. Siempre dedicado a la atención de caballeros en el comercio, en 1989 se plantaron ante el mostrador dos «cazalentos» disfrazados de clientes que se interesaron por unas chaquetas americanas. Cambió de rumbo tras siete años en esa estancia. Fue a parar a «El Corte Inglés» en su central de Valencia. Sólo estuvo unos meses, los días necesarios para su formación. Estaba a punto de abrir sus puertas el centro comercial de la compañía en Alicante. Y ahí fue a parar Pedro García. Seguía con Mari Ángeles, que ya era funcionaria de Correos, tal vez por tradición familiar. Siete años más tarde, al fin, se casaron en la concatedral de San Nicolás, enfrente de casa, después de 18 años de un noviazgo casi eterno. El banquete se celebró en el restaurante «Maestral» regido en aquel el tiempo por José Manuel Varó Llopis al frente de la cocina y Paco Ramón en el salón. La pareja es más feliz cada día. Tienen una hija, Victoria, que es maestra de Educación Infantil en el colegio de las Josefinas.

Durante 34 años ha estado al frente del departamento de sastrería de «El Corte Inglés», en un espacio casi exclusivo para caballeros. Hace dos viernes su jubiló. Pasadas las diez de la noche, un pelotón de compañeros o amigos le esperaron a las puertas de servicio de personal del edificio para agradecerle su compañerismo, humanidad, gratitud. Y por su bondad. Las celebraciones continúan. Anoche, aún sábado, más de medio centenar de colegas le ofrecieron una íntima despedida en el restaurante «La Casona», en la alicantina Calle Mayor, a cien pasos de su casa.

Ha hecho deporte: ha corrido campo a través y en otras carreras; ha cazado perdices y conejos en un coto situado en un otero del municipio manchego de Montealegre del Castillo, que, como cuenta la leyenda, ni tiene monte ni castillo, y ha pescado durante muchas noches con su amigo Tomás Sánchez Fernández «El Churrero» en el faro del Puerto de Alicante y en más rincones del Mediterráneo. En su haber está la captura de una lechola de 32 kilos de peso y de cientos de doradas, según dice.

Pedro García no es un personaje ilustre, ni un académico de prestigio: es un buen ciudadano, un buen vecino, un currante, cuyo mérito y orgullo es haber llegado hasta donde está gracias al esfuerzo personal y al apoyo de mucha gente que le quiere. Un hombre estimado en su barrio y por quienes le conocen, sobre todo por sus amigos. Noble y sencillo, se siente orgulloso de su faena en las causas sociales. Durante el período de pandemia causada por el maldito Covid-19, virus todavía presente en el aire que respiramos, estuvo adscrito a una regulación temporal de empleo, aislado del comercio de pantalones y camisas, se involucró en el proyecto de Alicante Gastronómica Solidaria. Ayudó en comedores sociales, en los fogones, pelando patatas, limpiando cacerolas, descargando camiones y repartiendo alimentos a personas necesitadas y desfavorecidas. Siguió colaborando cuando se incorporó al trabajo en sus días libres y domingos.

Algunos amigos le llaman cariñosamente “Don herramientas”. Dicen que es amañado, un manitas, vamos. Siempre está dispuesto a ayudar. Su esposa es la presidenta de la foguera Monjas-Santa Faz, enclavada en su barrio, a dos esquinas del domicilio familiar. Él siempre está detrás, cerca.

Al fin se ha quitado el traje y las prisas. Ha enviado las corbatas a tomar viento, más arriba del Castillo de Santa Bárbara o del cielo. Es libre. No para. Está más activo desde la jubilación. Todos los días, a eso de las ocho, toma café con Tomás «El Churrero» su amigo, en la Calle Mayor: su segundo padre, dice.

Una persona solidaria. Esta es la crónica de un buen vecino, que ya se ha quitado el traje de faena. Su corazón parece aún más amable.