El Real Zaragoza comenzó la Liga como un ciclón y todos los astros alineados bendiciendo su extraordinaria presentación en el campeonato. Las cinco victorias consecutivas del inicio se basaron en una capacidad extrema para exprimir la efectividad en las dos áreas y a ciertas dosis de fortuna, totalmente habituales en las buenas dinámicas en el deporte. El clima social que generó ese esperanzador arranque fue impactante con el ‘Moverse, maños, moverse’ como banda sonora erizante de hasta el pelo más rígido. Todo eran elogios y alabanzas. Aquello parecía imparable y el síntoma de que este año iba a ser que sí.

En aquel momento al equipo le colmaban los buenos resultados pero todavía le faltaba consistencia en el juego, más volumen en zonas intermedias y mejor calidad en la producción ofensiva. Diez jornadas después, la perspectiva ha cambiado por completo. Del 15 de 15 se ha pasado al 7 de 30 y a una caída en picado en la clasificación que ha llevado al equipo desde el liderato hasta la mitad de la tabla.

Por el medio ha habido lesiones de gran importancia en jugadores capitales, numerosos errores individuales que han costado muchos puntos, decisiones tácticas equivocadas, jugadores lejos de sus máximos y la pérdida de las virtudes iniciales: el Zaragoza ha dejado de dominar las dos áreas con aquella contundencia extrema y la pizca de suerte que le sonreía ya no lo hace. Antes el equipo ganaba cuando lo merecía y cuando no y con poco le servía para mucho. Ahora ese poco no le sirve para nada y a veces, como ante el Oviedo, ni mucho.

Todo ello ha transformado el paisaje de la temporada de manera drástica hasta colocar a Fran Escribá en el disparadero público. De puertas hacia dentro, el mensaje continúa siendo de confianza en su figura, aunque cualquiera sabe que para que esa relación no se quiebre tendrá que empezar a ganar muy pronto.

Fiel a esa identidad tan exagerada de esta etapa en Segunda, seguramente inevitable en la era de las emociones, los mensajes directos y el nacimiento de una nueva generación de zaragocistas realmente pasionales, el equipo ha vivido ya todos los estados posibles: la ilusión del verano, la enorme euforia del comienzo, la preocupación posterior, la decepción por la caída y el enojo actual. Al inicio nada estaba en duda, ahora todo lo está.

En realidad, las piezas son las mismas. El Real Zaragoza cuenta con un entrenador experimentado que ha recorrido el camino del ascenso y con capacidad, paz interior y bagaje futbolístico suficiente. Escribá no es un técnico en crecimiento sino que transita por la parte final de su carrera, pero todavía en tiempo. Ha acertado y se ha equivocado, hasta ahora más lo segundo por la situación clasificatoria. Ha cometido errores de valoración, en decisiones tácticas y de elección de jugadores, pero sobre todo no ha llevado el juego del equipo hasta un nivel constantemente alto en ningún momento. Su mensaje ha perdido entrada y precisión, algo habitual en estados de crisis. Al paso por el primer tercio del campeonato, el Zaragoza se le está escapando de las manos y su destino estará ligado a que revierta pronto esta dinámica perversa.

En este profundo bache hay también causas no achacables a Escribá e imputables a los jugadores, como los fallos individuales o estados bajísimos de forma en hombres capitales. La plantilla del Real Zaragoza no es la armada invencible que se dibujó en verano y que el relato alimentó en la racha triunfal. Tampoco el alma en pena que pareció en Elche. El Zaragoza tiene un entrenador capacitado para asumir el reto aunque ahora esté perdido y una plantilla con armas potentes para ser una de las aspirantes, aunque en ningún caso la de más calidad de la categoría. Eso sí, es una de las ocho o nueve que tiene condiciones para conseguirlo en un año realmente complejo, con una competencia más alta de lo previsto. Como lo que es, candidata indudable al ascenso, hay que pedirle y exigirle. Exigirle que esté en una esfera superior a la presente.