Foto de la playa de un país lejano. La arena negra, toda mojada. El mar tranquilo, el mar entre azul y gris con olas largas pero no muy altas. El cielo también entre azul y gris. Y en la orilla un pez muy grande. Parece un chicharro gigante. Pero no lo es, ni siquiera es un pez. Es una ballena, o lo que queda de ella, una ballena que fue blanca. Un vecino, quizás un turista, se hace una foto delante de la gran bestia marina. Esta muerta, rematadamente muerta. La ballena está rematadamente muerta y al paso que va pronto solo quedará la raspa. Pero el vecino, por si acaso, solo se atreve a extender la mano y a fingir que toca la piel que ha estado mucho tiempo debajo del agua. No conviene empeñarse en cazar a las ballenas blancas o a las ballenas negras. Es verdad que pueden llegar a hacerte mucho daño, que pueden incluso arrancarte una pierna. Hacer justicia puede provocar mucho menoscabo y mucho quebranto. Mejor echar cuentas antes de embarcarse. La bestia marina es incomprensible, seduce a muchos, encanta a otros, como si no hubiera sembrado la destrucción y la ruina. No es de cobardes esquivarla, es de prudentes. Hay quien sale a perseguirla para hacerle pagar todo el daño que ha hecho y se vuelve loco, no se la quita de la cabeza. Mejor esperar la derrota en la orilla como el vecino de la foto. Mejor buscar un modo de sobrellevar lo que no se puede derrotar. Mejor apegarse a las alegrías que vayan trayendo las olas que perder el juicio en la guerra contra una tristeza.