Foto en un museo. En la calle llueve, hace frío, los turistas se afanan en memorizar alguna escena que puedan contar a la vuelta, los vecinos de la ciudad como sonámbulos. Foto de un museo. La pared forrada de una tela color calabaza con un estampado vegetal. Dos chicos posan delante de la Venus de carnes blancas, espalda de niña, caderas como oceanos, pelo recogido y gesto de sirena al sostenerse el cuello. La Venus reposa sobre una cama con cobertor verde. Un cobertor verde que se comba para que las curvas de la diosa sean más bonitas, para que las curvas de ka a diosa sean de una proporción, de una gracia, de un donaire y de una belleza inalcanzables. La estancia de la diosa queda en reserva para los otros, para los que no miran el lienzo, queda en reserva con un cortina como un rubor, con una cortina de un rojo pálido. Un angelito sostiene un espejo y el rostro de la inalcanzable se refleja impreciso, misterioso, lejano, como fuera del tiempo. El cristal que cubría la obra del señor Velázquez aparece salpicado por una constelación de impactos, a martillazos la han emprendido contra la esplendorosa mujer desnuda que se recrea en el espejo. Los dos chicos posan delante de la Venus de carnes blancas después de haber golpeado con los martillos de la verdad fría y despiadada el cristal que cubre a la diosa. Los chicos llevan en sus puños esa verdad abstracta y furiosa, incomprensible, enemiga de lo hermoso, que no es verdad, ni conformidad, que ni atrae ni seduce ni persuade: verdad sin verdad, sin carne.