Melchor Miralles deja en el suelo una caja roja que tiene en el lomo el letrero «GAR PRO COQUILLE». Era la expresión en clave que utilizaba con una fuente. Han pasado cuarenta años y no recuerda de dónde salieron esas mayúsculas tan raras. Lo que no olvida es lo que hay dentro de la caja. Nos deja tocar. Y tocamos. Nos deja oler. Y olemos.
Son papeles crujientes, algunos ya amarillentos. Muchísimas fotografías, todas en blanco y negro. De carné, con la cara de hombres que habían matado o estaban a punto de hacerlo. Nos llama la atención un cuaderno tamaño cuartilla.
–¿Y esto?
–Son seguimientos. ¿Lo veis? La hora, el nombre, la matrícula. Este cuaderno era de los GAL. Aquí apuntaban sus objetivos.
«Menudo y silente», lo describió Umbral en una columna. Miralles es menudo, pero lo de «silente» debió de ser una licencia literaria. Porque nuestro entrevistado, que lleva una camisa de calaveras y calcetines de colores, no ha sido silente en la vida. Otra cosa es la discreción con las fuentes.
«Los maderos le escuchaban, le espiaban, le copiaban (…) Creo que por una grabación de Miralles dan dietas», dijo Umbral en aquella columna, que está enmarcada y colgada en la pared de la habitación. Justo al lado, como si fuera el siguiente episodio de una novela de Le Carré, también se ha convertido en cuadro una carta del general Emilio Alonso Manglano, el jefe de los espías.
Son unas disculpas. Miralles les dice a sus hijos que no van a heredar dinero, pero sí «algo que quizá no tenga nadie en Europa». En la carta, Manglano se disculpa con Melchor por haberle espiado repetidamente.
Y eso es lo que nos ha traído hasta aquí. Hasta la caja roja que guarda los documentos de los GAL, como si fuera un zulo de tiempo. Melchor Miralles comenzó a ser espiado porque manejaba información que podía perforar las tuberías de las cloacas del Estado.
Se sienta en una butaca. Nosotros en otra. Todo está lleno de imágenes de Tintín y de simbología india. Melchor hacía el indio. Se define, allá en su juventud, como «un poco delincuente». Un «golfo bueno». «Los golfos buenos» podría ser el título de un poema de Ángel Antonio Herrera.
Francia
Cuando era, eso, un golfo a punto de los 25 años, estaba en Pau (Francia). Había ido a escribir un incidente diplomático para Diario 16. Unos policías españoles estaban en la cárcel de aquella ciudad por haber intentado secuestrar a un etarra. El objetivo era canjearlo por el capitán Martín Barrios, que a su vez había sido raptado por ETA. Era una acción de los GAL, pero Melchor todavía no lo sabía.
Viajemos al principio. Le ponemos a Melchor un peto vaquero, una melena. Le despojamos de sus premios, de sus libros. Es 17 de octubre de 1983. Le llama su jefe cuando está organizando una fiesta con su compañero fotógrafo, Carlos Monje. Los golfos buenos celebran su cumpleaños por la noche. «Vete a Bayona. Va a haber una manifestación tremenda por la desaparición de dos presuntos terroristas. Se apellidan Lasa y Zabala«.
En Bayona, Melchor hace piña con sus compañeros del Grupo 16. En compañía de Monje, se junta con Josu Bilbao y Gorka Landáburu. Al parecer, a Bilbao lo tienen fichado los «refugiados vascos». En cuanto lo ven, comienzan a agredirlo.
–¿Qué pasó?
–Cortaban la calle los antidisturbios franceses. No movieron un dedo por defendernos. Los del Grupo 16 nos metimos a defender a Josu. Todos los demás compañeros de la prensa desaparecieron en cuanto nos soltaron la primera hostia. Hasta que Gorka Landáburu, que tiene la doble nacionalidad, gritó: «¡Ayúdenme, soy un ciudadano francés!».
–La policía reaccionó.
–Rompieron el cordón y nos sacaron de allí. Pero, cuando nos habíamos alejado unos setenta metros, permitieron que se nos acercaran. Cometimos el error de refugiarnos en un bar. Fue una ratonera. Entraron y nos encañonaron con sus pistolas. Lideraba el grupo Ángel Lete Echániz, alias «El Patas». Murió en Cabo Verde. No lo voy a olvidar en la vida. Fue surrealista.
–¿Por qué?
–¡Porque nos pidieron el DNI ellos a nosotros! Los etarras nos obligaron a identificarnos a punta de pistola. Se apuntaron nuestras direcciones. Le dieron alguna hostia más a Josu y se fueron.
Días felices
Aquellos años tan oscuros merecen una explicación. Fueron los más felices de la vida de Melchor. Y es necesario preguntar cómo es posible atisbar la felicidad cuando se está amenazado, cuando llegan balas al buzón de casa, cuando se es perseguido por unos terroristas en las calles de Bayona.
Suele hablarse de la «enfermedad del periodismo». Una expresión que Melchor recoge con asentimiento: «Volvería a revivir todo eso. Volvería a ese bar y a esos años mil veces. Hacía lo que más me gustaba en el mundo sin que nadie me obligara. Para mí, ser periodista era un sueño».
Melchor Miralles (Madrid, 1958) es el pequeño de diez hermanos. Familia acomodada y monárquica. Contrajo el sueño de periodista muy pequeñito, leyendo en Pueblo un serial sobre el asalto al tren de Glasgow. Gracias a su padre, el abogado Jaime Miralles, consiguió unas prácticas en Diario 16.
–¿Cómo fue?
–Le convencí para que me presentara a Fernando Reinlein, un militar de la UMD (Unión Militar Democrática) que escribía en el periódico. Después de que me escuchara, mi padre le dijo a Fernando: «Te lo suplico, no le hagas el favor a mi hijo». Él soñaba con que yo fuera abogado. Fernando le respondió: «Eres mi amigo. Y al hijo de un amigo no le puedo negar un favor».
Así llegó Melchor a Diario 16, donde empezó barriendo la redacción, corriendo a por los teletipos y metiendo las narices donde podía. Dejó sus estudios de Derecho. Dice: «No soy licenciado en nada». Melchor escribía artículos, pero los jefes de sección, conforme los recibían, los tiraban a la basura.
Hasta que nació la oportunidad. Llegó un teletipo: «El Partido Liberal de Joaquín Satrústegui se integra en UCD». Y Joaquín… era íntimo amigo del padre de Melchor.
Rebobinemos un poco más.
Melchor vuelve a tener la melena y el peto vaquero. Entra en el despacho del director, Miguel Ángel Aguilar, que le mira como diciendo: «¿Quién cojones es este chaval?». «Director, creo que tengo una exclusiva. Puedo conseguir una entrevista con Satrústegui». «Pues corre».
Melchor se monta en la vespino y conduce hasta el despacho de don Joaquín. «Oye, Joaquín, es la oportunidad de mi vida. Tienes que darme una entrevista». Vale. «Pero hay un problema, Joaquín, no tengo ni idea de cómo se hace una entrevista, estoy bloqueado por los nervios». Don Joaquín Satrústegui se apiada, agarra su máquina de escribir y redacta la entrevista completa. Con sus preguntas y sus respuestas. Melchor, en apenas una hora, está de vuelta en el despacho de Miguel Ángel Aguilar.
«Aquí está la entrevista, director». «Pues fírmala, ¿cómo te llamas?». «Melchor Miralles». ¿Eres algo de Jaime, que está en ese partido? «Es mi padre». «¡Eres un cabrón! Por eso tienes la entrevista». Melchor ha conseguido que le dejen escribir en el periódico.
GAL
Regresemos a aquel 1983. En diciembre, Melchor ya sabe de la existencia de los GAL. Han reivindicado el secuestro de Segundo Marey. Él ha estado investigando antes grupúsculos de guerra sucia como el Batallón Vasco Español o la Triple A.
De pronto, recibe una llamada en el periódico: «Melchor, soy un ciudadano francés. Te leo. Me llamo Jean Paul Raguet«. Cuando evoca esta frase, el Melchor de ahora, el del pelo cano y la fascinación por la mitología de los indios, mira la pulsera negra que lleva en la mano.
El Melchor de la melena coge un avión y viaja a Tenerife para conocer a su fuente. Raguet es un antiguo miembro de la Legión Extranjera que acabó en la OAS. También ha sido mercenario. Ha montado en la isla una discoteca y se ha instalado con su pareja. «Tengo información sobre la guerra sucia», le dice. «Pero todavía no puedo tirar de la manta». Le cuenta a Melchor los detalles de una reunión con un miembro de la cúpula de Interior.
–¿Qué te dijo exactamente?
–Le pidieron que montara una organización paraterrorista para combatir a ETA en el sur de Francia. Lo que luego serían los GAL. Él se negó, les dijo que estaba retirado y que no quería saber nada. Después de eso, comenzaron a joderle la vida. A meter droga en su discoteca para cerrársela, a amenazarle con órdenes de expulsión falsificadas. Publiqué la historia de Raguet, pero sin mencionar todavía lo de los GAL. Estábamos cogiendo confianza y fui leal con la fuente.
–¿Qué pasa con la pulsera?
–Le dije que me encantaba y me la regaló. Poco después de eso, me llamó a eso de las cuatro de la tarde y me dijo: «Melchor, ha llegado el momento. Voy a tirar de la manta. Mañana llego a Madrid a las once. Recógeme en Barajas». Esa misma noche, me llamó su novia: «Jean Paul ha desaparecido». Lo encontraron asesinado en una obra. Había salido de casa con sus papeles para llamarme desde una cabina. Siempre los llevaba consigo. Nunca aparecieron.
En ese instante, Melchor comprende la sordidez de la investigación en la que se ha metido. Con el asesinato de Santiago Brouard –un médico vinculado a Batasuna–, el periodista descubre que los implicados también lo estuvieron en los primeros crímenes de los GAL.
Tres hitos
Sostiene Melchor que existen «tres grandes hitos» en la investigación.
El primero, la entrevista que hizo a las amantes de Amedo y Domínguez. Se llamaban Inmaculada y Blanca. Después de un tiempo trabajando su confianza y de que rompieran con los policías, decidieron ofrecer a Miralles –para que lo publicara– un listado de viajes y reuniones.
Tras imprimirse la entrevista en Diario 16, Melchor recorrió esos hoteles para cruzar los datos de las amantes con los datos oficiales y las facturas. Era cierto. Aquellas mujeres, por lo menos en gran parte, decían la verdad.
El día antes del atentado de García Goena, Amedo durmió con Inmaculada. Apareció con una bomba lapa –según el testimonio de la mujer publicado por Melchor–. Y ese mismo tipo de artefacto fue el que acabó con la vida de aquel refugiado vasco. «Eres un repugnante asesino», le dijo Inmaculada a Amedo. Con esa frase empieza el libro «Amedo o el Estado contra ETA».
Pasaron los años. Melchor seguía trabajando con tres tipos de fuentes: en el sur de Francia, en el entorno de los mercenarios y en la policía. El segundo hito de la investigación de los GAL fue posible gracias a la aparición de Ricardo Arques, un joven periodista al que censuraron en Deia. Se presentó en Madrid con una buena cartera de fuentes y las indicaciones para abrir el zulo de la guerra sucia.
[Los papeles inéditos de Ricardo Arques, el hombre que desnudó los GAL junto a Garganta Profunda]
El zulo
Es 31 de agosto de 1987. Melchor y Ricardo entran en un bar de San Juan de Luz. Reciben el plano que ubica al zulo en el Col de Corlecou. Van con un fotógrafo –Carlos, el hermano de Melchor– y con un par de amigos. En un principio, pactan que los amigos esperen en el pueblo para avisar a la policía si Melchor y Ricardo no regresan. Pero les puede la curiosidad y van todos juntos al zulo.
Cuando están manipulando el contenido del cofre que hay dentro, la luz de un bulto negro se enciende dentro de una bolsa de El Corte Inglés. Uno de los amigos dice: «Si hay luz, es tiempo». Echan a correr. Se alejan. Caen por una pendiente. Cuando ven que no explota, se acercan de nuevo al agujero. Tienen en su poder un montón de documentación. Ahí dentro estaban los GAL.
–Fuisteis con las manos vacías, sin nada con lo que protegeros. ¿No fue una inconsciencia?
–Creo que no. Yo era plenamente consciente de que existía el riesgo de que fuera una trampa y de que allí nos estuviesen esperando para pegarnos un tiro. Pero lo asumía. Años después, ocurrió algo relacionado con esto que me distanció de Ricardo. En el libro que hicimos juntos, dio las gracias a los «policías anónimos» que se ocuparon de su seguridad. Le pregunté: «¿Y mi seguridad? ¿Cómo nunca me has dicho nada?».
–Quizá ese dispositivo de seguridad os protegiera a los dos.
–Se lo pregunté y no me dio explicaciones.
En este punto, Melchor relata una peripecia que demuestra lo complicado de conjugar vida personal y periodismo. Se casaba diez días después de la apertura del zulo.
–Tu mujer tenía que estar encantada.
–Fue una santa. Me decía: «Melchor, estoy del zulo hasta las pelotas. ¡Hay que terminar de organizar la boda!». Ricardo tenía un viaje al extranjero. Me quedé solo encerrado en la redacción escribiendo un serial. Hoy estamos divorciados, pero a Almudena, que además me ha dado dos hijos maravillosos, la adoro, la respeto y la admiro muchísimo. Le estaré eternamente agradecido. Sin ella no sería quien soy. Sin su apoyo, no podría haber hecho lo que hice. No era fácil aguantar a un tipo como yo. Es una mujer de bandera.
–¿Te arrepientes? Si volvieras a ese día, ¿estarías más cerca de los tuyos y menos del periódico?
–No me arrepiento. Creo que hice lo que tenía que hacer. Pero eso no quita para que sea consciente de lo que pasaron mi familia y mi mujer.
No te escaparás
Estamos en un piso al lado del Parque de las Avenidas. En este barrio, nacieron los Hombres G. La peripecia de Melchor ha sido un continuo «no te escaparás». El tercer hito de la investigación de los GAL fue la entrevista a Amedo y Domínguez en el Eurobuilding.
–Cuéntame aquello. Tuviste que ser una especie de sacerdote. Tenías que convencer a los dos de que era mejor que cantaran en tu periódico en lugar de seguir protegiendo al Gobierno.
–Amedo y yo teníamos una relación peculiar. Por un lado, me tenía cruzado porque le estaba jodiendo la vida. Pero por el otro creo que me tenía respeto. Quizá incluso afecto. El día que declararon en la Audiencia Nacional, desayunamos juntos en la cafetería Manila. Apareció el general Sáenz de Santamaría, que era el director de la Guardia Civil.
–¿Qué dijo?
–Le dijo a Amedo: «¿Qué haces hablando con este cabrón?». Antes de que se marchara a declarar, le dije yo a Amedo: «Pepe, me parece acojonante que no te des cuenta. Jorge Argote, tu abogado, no es tu defensor. ¡Es el defensor del Gobierno! Quieren joderos a Domínguez y a ti para que la investigación no vaya más arriba».
Los dos policías estuvieron siete años y medio en la cárcel. Durante ese tiempo, Melchor, no te escaparás, siguió erre que erre. Cortejó a los dos agentes, a sus mujeres, los cuidó. Los fue convenciendo de la idoneidad de que, en un futuro, hablasen con él antes que con el juez.
No era fácil. Amedo y Domínguez vivían a cuerpo de rey en prisión gracias a las prebendas del Gobierno y creían que pronto serían indultados. Además, Interior los tenía comprados y les prometía «una vida resuelta».
«Era una labor ingrata. La siembra siempre es ingrata. Pero estaba convencido de que un día me darían la entrevista. Estaba todo el día encima. Hasta que pasados siete años y medio, los convencí. No fue fácil. En el periódico, no sentaba bien. Me tiraba meses sin publicar y no tenía trabajo de carpintería en la redacción. Pedro J. me presionaba y tenía que convencerle de que la siembra daría sus frutos», relata.
Vamos a ese día en el Eurobuilding. Melchor es joven, pero ya no lleva melena ni peto vaquero. Ha alquilado una suite en los apartamentos que dan a la calle Juan Ramón Jiménez. Están a punto de empezar «tres días surrealistas». «Llegué allí con mi hermano Carlos, el fotógrafo, y la grabadora. Tenía muchas ganas, pero fue un puto caos», incide.
–¿Por qué?
–Llevábamos un buen rato de entrevista y apareció Pedro J., que no quería perderse nada. Entonces había que volver a empezar. Amedo trataba a Domínguez como si fuera un ordenanza y, de pronto, lo mandaba a por tabaco. Y luego está lo de la paella. Amedo estaba obsesionado con comer paella y me decía: «Pide una paella». Pedí tantas que en el periódico, con coña, cuando sonaba mi teléfono fijo, me decían: «Melchor, ¡es el de la paella!».
Fueron tres días porque Amedo y Domínguez estaban todavía en tercer grado y regresaban a la cárcel para dormir.
–Pero la entrevista fue un pelotazo.
–Amedo me ponía muy nervioso. Se recreaba en todo lo accesorio y pasaba de puntillas por lo nuclear. Utilizaba una expresión que me ponía enfermo: «Fuimos a tal sitio y tomamos unas consumiciones». Así una y otra vez: «Llegamos y tomamos unas consumiciones». Hasta que le dije: «¡Qué coño unas consumiciones! ¡Era un whisky, una cerveza, os mamasteis o qué!». Es que era minucioso hasta el extremo.
–Otro ejemplo.
–Me decía: «Llegamos de viaje, fuimos al restaurante tal y comimos unas alubias con chorizo de no sé dónde». ¡Joder! ¡Qué mierda importaban las alubias! ¡Yo quería saber sobre los asesinatos! Cómo los mataron, quién los mató, quién lo había pagado.
–¿Cuáles fueron las mayores revelaciones de esa entrevista?
–Implicó directamente al ministro del Interior y a su secretario de Estado. Fue espeluznante cuando contaron cómo les pidieron que mataran a Segundo Marey, al que habían secuestrado por error: «Matadlo y enterradlo en cal viva». Y fíjate lo que es la vida…
–Lasa y Zabala.
–Exacto. Todo volvía al día en que empecé con esto, en Francia, aquel 1983. Un comisario de Alicante leyó la entrevista. Entonces, con lo de la cal viva se le encendió la bombilla. Llamó al periódico y dijo que habían encontrado hace años unos cadáveres enterrados en cal viva; y que no los habían podido identificar. Fernando Lázaro se encargó de aquello esencialmente. Se confirmó. Esos cuerpos eran los de Lasa y Zabala.
El relato de Melchor, visto desde el presente, es oscuro. Borbotan las aguas más enfangadas de las cloacas del Estado. ¿Qué pasa cuando un periodista debe navegar ahí? ¿Sacrifica su código ético para conseguir información?
–Una pregunta clásica: ¿pagaste alguna vez a una fuente a cambio de información?
–Sí. Tengo un criterio sobre esto y no me avergüenza decirlo. He pagado, pero nunca por un papel o un dosier. He pagado a una fuente que ha tenido que dedicarme su tiempo para contrastar datos, etcétera. Eso hay que remunerarlo.
En la estantería más cercana a las butacas donde estamos sentados, brillan las balas cobrizas que le dejaron en el buzón de su casa.
–¿Quién estuvo más cerca de matarte? ¿ETA o los GAL?
–ETA. Fueron dos veces. La primera, en Sevilla. Yo iba todas las semanas a rodar una miniserie, «Padre coraje». Detuvieron al comando Andalucía. Me llamó el ministro del Interior. Les habían requisado seguimientos y fotos donde yo aparecía. Iban a asesinarme.
–¿Y la segunda?
–En Madrid. Un día llegué a casa y me topé con un montón de policía. Dos chicos y una chica habían entrado al portal. Subieron a mi casa, bajaron al garaje. El portero sospechó y les preguntó. Lo encañonaron con la pistola y lo pusieron contra la pared: «Somos de ETA. No llames a la policía hasta dentro de dos horas». Me salvé porque aquella noche me surgió una cena inesperada con Juan José Nieto, consejero delegado de Antena 3. Llegué a casa más tarde y me libré.
–Te quiso silenciar la izquierda abertzale, pero también el Gobierno.
–Eso, en los años del plomo, eso me hacía creer que iba por el buen camino. Si ETA me consideraba un txakurra y el Gobierno un colaborador de la izquierda abertzale… Es que estaba haciendo las cosas bien.
–Hay una anécdota relacionada con el rey.
–Hubo un almuerzo de periodistas en Lucio. Yo no estaba. Cuando salió el tema de los GAL, don Juan Carlos dijo: «Eso es cosa de Miralles, que es maricón y de Herri Batasuna. Está liado con Txema Montero [abogado de HB]». Sólo le contestó Pepe Oneto: «Señor, no es cierta ni una cosa ni la otra».
–¿Tuviste oportunidad de hablar con el rey?
–Sí. En una recepción que hubo en el País Vasco; yo era director de El Mundo allí. Cuando me tocó el turno, le dije: «Majestad, no soy ni maricón ni de Herri Batasuna». La reina Sofía, que estaba al lado, se quedó a cuadros.
–Es fácil condenar los GAL hoy, pero en aquel tiempo, cuando se trenzaba la investigación, no era lo frecuente.
–El contexto era diferente. ETA mataba casi todos los días. A mí me insultaban por la calle y me pedían que dejara de escribir sobre los GAL. Los intelectuales, salvo una veintena, no se atrevieron a mojarse.
–He leído los artículos de Ferlosio en El País; un sabio que predicaba en el desierto. Hablaba de la necesidad de separar la moral de la justicia. No importaba si el asesino mataba a un asesino. Eso no debe influir en la condena. Pero sus textos no tenían demasiado éxito.
–Hasta que descubrimos que pagaban a los mercenarios con dinero hurtado de los Fondos Reservados, no hubo reacción social. La gente podía asumir que se matara, pero no que le robaran. Fue repugnante. El PP, por ejemplo, no empezó a dar caña hasta que se supo lo del dinero. Jamás olvidaré aquella investigación; la soledad social y profesional que la rodeó.
Melchor Miralles, «menudo y silente». Ahora sí que guarda silencio. La entrevista ha terminado. Recoge los documentos y vuelve a cerrar la carpeta «GAR PRO COQUILLE». Fueron años oscuros, de plomo y asesinatos. Pero también fueron días felices. La paradoja irremediable del periodismo.
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