El Valencia sacaba ayer pecho de ser el cuarto equipo de las Big 5, las cinco grandes ligas de Europa, que más jugadores formados en su Academia tiene repartidos por Europa. Hace no tanto, podía exhibir que estaba en el ‘top ten’ de clubes con más finales europeas disputadas. En el ranking elaborado por el Observatorio CIES, el Valencia sólo es superado en producción de canteranos por Real Madrid, Barcelona y Olympique de Lyon y se codea con potencias como el PSG, Bayern de Múnich, la singularidad del Athletic Club o con el Manchester United, que lleva alineando gente de la casa de forma ininterrumpida desde 1937.

A diferencia de los clubes con los que comparte clasificación, la aparición del Valencia es un gran potosí que no implica el éxito de un modelo global de club. Ni tampoco responde a la máxima de obtener la excelencia deportiva y económica de sus promesas. Eso es, que marquen época generacional ligada a momentos de prosperidad, para años después ser traspasados con ofertas, cito a los clásicos de la tecnocracia local, «escandalosamente escandalosas». Después de una paciente formación, Ferran Torres, Carlos Soler, Kang In Lee se fueron de Mestalla antes de tiempo y por cifras muy por debajo de su potencial real. Anoche, los tres tenían partido de Champions. El Valencia tampoco aparece por los motivos de PSG, Barcelona o Madrid, que ante su vocación inversora en el coleccionismo de arte no pueden absorber todo el talento que producen en casa y empujan a Matas y Parejos a triunfar en otros clubes del continente.

En el Valencia es la prueba, más bien, de que Peter Lim ha encontrado la fórmula perfecta para hacer rentable su «máquina extractiva», en lúcida definición de Miquel Nadal. Al igual que muchos países lideran la explotación de recursos minerales por parte de terceras potencias sin que ello repercuta en el progreso de la población local, esa práctica colonial ha hecho nido en Mestalla para aportar a sus aficionados lo justo y necesario para sobrevivir y no descender. Así se escribe nuestra historia, con metáforas justas desde el verano de 2019.

Enclave de acequia milenaria, la riqueza de Mestalla es inagotable. Ojalá Javi Guerra cumpla un completo ciclo natural en el club, antes de engordar hacia el exterior una estadística productiva que no sirve ni para volver a pasear con orgullo el nombre del Valencia en Europa. El método es infalible porque no faltarán nuevas promesas y porque la hinchada nunca dejará de responder. Su mundo se desmorona, pero la afición del Valencia sigue llenando Mestalla. En mitad de su desierto incierto, con toda su tradición ultrajada, con la lluvia filtrándose un lunes ante el Cádiz en las localidades cubiertas, aguantando frío, vértigo y falta de expectativas entre las butacas estrechísimas del tercer anillo. Sin llegar a disfrutar de sus emblemas generacionales, sin Europa, con el viento del fenómeno fan apartando con olas mexicanas al militante callado y fiel. De la lealtad hacia un club clásico en las horas más críticas, en un precioso estadio de otra época, se extrae la materia de una historia hermosa de resistencia. Y también la esperanza de que en el Día 1 después de Lim sobrarán canteranos y aficionados para volver a ser el eterno aspirante que irrumpa sin permiso en la fiesta de los poderosos.