Mirar hacia otro lado, ahí reside la indiferencia necesaria para intentar alejarnos del drama que supone esta maniobrada tragedia. Siempre fatalidad e infortunio como eco de los pobres. Fragilidad, carestía y casi lo peor, nuestra ausencia de compasión. El nivel de crueldad que somos capaces de contemplar mientras las televisiones emiten detonaciones y muertes en directo es completamente inenarrable. Todos y cada uno de los que permitimos, y en algunos casos, hasta defienden el genocidio acontecido, viviremos salpicados por la sangre de cada niño, madre o civil expuesto al fango y a la metralla. Y, como de costumbre, maldita costumbre, el ritual que no cesa es el de las heridas pasadas: supervivientes de un Holocausto provocando un exterminio. Es la paradoja del cuento de nunca acabar, la historia repetida sin concesión ni piedad. Parece que, con el paso de los años, algunos pueblos han grabado en su ADN la necesidad de recrear El Infierno de Dante como sarcástica obra a representar. ¿Pero en nombre de qué?, ¿una religión, un pedazo de tierra prometida? No puede haber argumento más ridículo y obsoleto. A estas alturas ya todos sabemos que el diálogo entre creencias inventadas jamás dio frutos. Acicate de conflictos, extremismo aprovechado que no sabe tender puentes interculturales en el siglo XXI.